La responsabilidad del público

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Hace algunas semanas Richard Dare, CEO de la Brooklyn Philharmonic, publicó un artículo en el Huffington Post donde hacía un llamado a las audiencias de conciertos de música clásica a que expresaran, de manera más espontánea, sus reacciones ante la música que estaban escuchando. De esta manera, el rígido protocolo que suele seguirse respecto a cómo comportarse en este tipo de conciertos no sólo se vería flexibilizado, sino que también ayudaría a atraer nuevos públicos.

Datos sobre las audiencias de décadas anteriores y estudios recientes sobre las actuales revelan que el número de personas que asiste a conciertos está disminuyendo, y que la edad promedio de ese grupo aumenta con el paso del tiempo. En otras palabras, cada vez está yendo menos gente a escuchar música clásica en vivo, y la poca que lo hace es cada vez mayor. El pronóstico de que este público sea relevado por otro más joven en definitiva resulta poco promisorio.

Apartando el hecho de que la preocupación de Dare pueda explicarse desde su posición de líder de la estructura administrativa de una orquesta sinfónica, su inquietud también radica en que, en medio de la difícil situación económica que afecta la sobrevivencia de muchas organizaciones culturales a nivel mundial, el público parece no haber tomado aún conciencia de que también tiene la responsabilidad de atraer a nuevas personas al fascinante mundo de la música tocada por orquestas.

Lo que pasa es que es menos probable que más personas se sumen a dicha experiencia, si al visitar un recinto por primera vez cuentan con el rechazo de una audiencia que se maneja por un estricto código de conducta que, en ocasiones, llega a ser ciertamente absurdo.

¿Cuándo aplaudir? ¿Cómo ir vestidos a un concierto? ¿Cómo debe uno comportarse durante estas presentaciones? Todas estas son interrogantes que pueden agobiar a las personas que estén iniciándose en la música clásica, y la severidad que predomina en estas experiencias causa más rechazo que bienvenida. Además, este protocolo se ha agudizado en los últimos tiempos. A mediados del siglo XIX, los públicos solían aplaudir en cualquier momento si tenían las ganas de hacerlo. De hecho, lo hacían de manera muy similar a como se premia a los solistas en un conjunto de jazz donde la celebración es inmediata: se le aplaude al músico justo al terminar su solo.

El llamado de Dare generó una fuerte reacción por parte de personas que asisten con regularidad a estos conciertos, e inclusive muchas reprimendas vinieron de algunos músicos que forman parte de reconocidas orquestas. Esta reticencia, aunque entendible, es bastante elocuente del carácter demasiado conservador (yo me atrevería a decir que hasta anacrónico) que suele estar asociado a la música académica y que no contribuye para nada a la salud financiera -y social- de las orquestas.

Dare tuvo que escribir otro artículo en el que aclaraba que muchas de sus palabras se habían malinterpretado. No obstante, en ningún momento se disculpó por su llamado de atención, más bien lo reiteró haciendo énfasis en la necesidad de un cambio sustancial en la dinámica en que se desenvuelven los conciertos que ofrecen esas fascinantes pero complicadas organizaciones que son las orquestas.

La lectura de estos artículos y su reacción me ha hecho pensar. Primero porque me hizo recordar mis acercamientos a la música clásica y segundo porque siento, como apasionado de la música clásica y frecuente asistente a conciertos que soy, la necesidad de reflexionar y proponer alguna manera en la que podamos ejercer la responsabilidad de atraer nuevos miembros al caduco público de este maravilloso arte.

Si bien desde pequeño mi madre me llevó a conciertos en el Teatro Teresa Carreño y otros prestigiosos recintos de Caracas, comencé seriamente a escuchar música clásica al principio de mi carrera universitaria. En ese momento debo reconocer que ignoraba muchos de los códigos de comportamiento de estos conciertos. Mi aprendizaje surgió de la observación y de conversaciones que sostenía con personas que tenían toda una vida yendo a este tipo de eventos. No obstante, también pasé mis penas: una vez aplaudí entre los movimientos de una sinfonía de Beethoven interpretada en la Sala José Félix Ribas y la señora que tenía al lado me golpeó en una de mis piernas. Al terminar la sinfonía volvió a reprocharme, esta vez de manera verbal. Creo que pasé varios meses sin ir a otro concierto. En este sentido le doy toda la razón a Dare: esta severidad perjudica gravemente el acercamiento de potenciales audiencias a este tipo de experiencias.

Con el tiempo pude aprender algo más del protocolo y cada vez que podía trataba de conversar con quien tuviese al lado. Si esa persona no tenía mucha experiencia, yo trataba de explicarle algo para que se sintiese más cómoda. Algo similar me pasó a mí durante el último par de años: cuando asistía a conciertos en Nueva York conté con el privilegio de tener sentados a mi lado a personas muy sabias, que muy generosamente y de manera muy cálida me ofrecieron consejos, anécdotas y hasta recomendaciones de algunas grabaciones que debía escuchar. Todas estas situaciones enriquecieron mi experiencia de escuchar música clásica.

Luego de recordar estas anécdotas y de leer esta reciente controversia me puse a pensar en cómo podemos hacer nosotros, los miembros del público de conciertos de música clásica para contribuir al incremento, no sólo en cantidad sino en calidad, de potenciales audiencias.

Se me hace imperativo, a efectos de formar nuevos públicos, actuar como esas personas que se han sentado a mi lado y de las que he aprendido de manera significativa; uno debería ser practicante de una especie de pedagogía que no sólo enseñe sino que acerque y enriquezca la experiencias de personas que se acercan por vez primera a este tipo de conciertos.

Si reconocemos a alguien que a lo mejor no sepa cómo comportarse, nada nos cuesta intentar guiarlo con la mayor cortesía posible. Yo soy uno de los que cree que mientras más sepamos de una obra más podremos disfrutar de ella. Por lo tanto, uno debería de facilitar ese conocimiento a quien no lo posea.

Nosotros como público debemos ejercer nuestra responsabilidad en esa experiencia social que es asistir a escuchar música tocada en vivo. Porque si bien podremos ir solos a escuchar una obra sinfónica (de hecho es lo que hago la mayoría de las veces), a fin de cuentas terminamos formando parte de un grupo de personas que no sólo escuchan con sus oídos esas magníficas vibraciones generadas por las cuerdas, la madera y el metal, sino que también abren sus corazones para procurar alimentarlos del trascendental arte de la música.

Comentarios

Interesante artículo. Yo haría una pregunta, porque es un tema de mucha actualidad. ¿Alguien le ha prestado la debida atención al efecto del marketing musical de los medios de difusión masivos? ¿Podría estar ahí uno de los mayores responsables de que aumente la cantidad de personas jóvenes que creen que "eso" que oyen es "la música", porque ni saben que existe otra cosa, por la simple saturación? Tal vez esa sea una de las causas más significativas del decrecimiento del público de la música clásica. ¿Por qué? Porque posiblemente los medios de difusión ya hayan captado un público suficientemente gigantesco como para que una vuelta atrás sea más difícil a cada día. Entiendo lo que Richard Dare quiere dar a entender, pues es cierto que un show comercial tiene no sólo espectacularidad, sino también connotaciones de comportamiento colectivo. Pero eso nada tiene que ver con la apreciación musical.

No quiero terminar este comentario sin antes felicitarle, pues todo cuanto se diga acerca de este problema es sumamente útil.

Un saludo.

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