La nada de John Cage según Robert Wilson: nunca antes el silencio había dicho tanto

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Este año se cumple el centenario del nacimiento de John Cage: figura seminal de la vanguardia del siglo XX. La mayoría de su legado para muchos residió en el campo musical. No obstante este pionero de las artes (también incursionó en la escritura y en la pintura) dejó una huella tan importante en la escena cultural que aun hoy, a veinte años de su muerte, su influencia sigue vigente –y dando mucho de qué hablar.

Sería impreciso considerar a John Cage sólo como compositor. Arnold Schoenberg, quien fue su profesor de composición en Los Ángeles, se refería a él como un inventor. Esto quizá se deba a que la verdadera pasión de John Cage estaba representada, no por la música, sino por algo mucho más amplio: el sonido. Lo verdaderamente revolucionario de Cage no fue la música que escribió (que en honor a la verdad es difícil de escuchar y fácil de olvidar) sino la manera en cómo la hizo. John Cage, cambiando la manera en que se hace música, también afectó para siempre la manera en cómo la escuchamos.

El compositor norteamericano John Adams llegó a afirmar que a la obra de John Cage se le conoce más que lo que realmente se le escucha. Y la verdad es que no resultaría muy difícil compartir dicha aseveración. Ahora bien, eso no implica una reducción de la importancia de su obra y del efecto que tuvo sobre varias generaciones de artistas provenientes de varias disciplinas en la segunda mitad del siglo XX.

Alrededor del mundo se le han rendido numerosos tributos al artista que le dio un nuevo sentido al silencio. Muchas de sus piezas, que en su momento fueron ridiculizadas, forman parte ahora de los programas de conciertos de los recintos más prestigiosos. En Buenos Aires, el mítico actor y director de teatro Robert Wilson hizo lo propio interpretando la Conferencia sobre nada, una especie de charla que John Cage “compuso” a manera de pieza musical, sobre una partitura donde se establece el tempo y la entonación de las palabras allí escritas. La pieza consiste de una serie de reflexiones en las que John Cage abarca sus temas predilectos desde la composición, el serialismo y la tonalidad, pasando por el sonido y el silencio, hasta concluir en el paroxismo conceptual de la nada.

Robert Wilson es un revolucionario del arte dramático. “El teatro es luz”, llegó a afirmar alguna vez, expresando de esta manera el papel vital que en su opinión juega la iluminación en la narrativa que se da sobre la tarima. Otro de los atributos esenciales en su propuesta es la extensión de las obras que dirige: CIVIL WarS duró doce horas, mientras que The life and times of Joseph Stalin duró siete días, escenificada en el tope de una montaña en Irán. Esta conjunción de luz y de drama a largo aliento le han permitido a Wilson no sólo mostrar cosas nunca antes vistas sobre la tarima sino también, como Cage, redefinir lo que significa una puesta escena en el teatro contemporáneo.

El evento comenzó con hora y media de retraso, pero en el lobby del Teatro San Martín, que congregaba a selectos miembros de la bohemia porteña, no se percibió una sola muestra de incomodidad. Al contrario: la única tensión que se sentía era sintomática de la expectativa latente por estar a punto de presenciar un acto que reuniría a dos leyendas de las artes escénicas de nuestros tiempos.

El performance, dirigido y protagonizado por Wilson, fue característico de su estilo en lo que respecta a los dos grandes cualidades anteriormente descritas. El blanco predominaba la vista: en unos carteles verticales que colgaban desde el techo, en las bolas de papel arrugado dispersas sobre el escenario, en el atuendo y en el rostro maquillado de Wilson. El color omnipresente sólo parecía estar desafiado por el negro de las letras de los mensajes estampados en esos carteles y la tenue luz azul que sumergía a la escena en una atmósfera hipnótica y cautivante.

En el centro de la tarima estaba dispuesto un escritorio (también blanco), en el que Robert Wilson llevó a cabo la conferencia interpretando con su voz varios personajes que se sucedían a lo largo del contenido del discurso: primero un predicador, de tono pausado y reflexivo; luego un profesor, de verbo pedagógico; y por último un tirano que repetía frases con ademanes de maníaco.

Hacia el final de la Conferencia sobre nada se repite un ciclo de frases, a manera de letanías, donde el narrador reconoce en tono de irónica confesión que, desde que dio inicio a leer el texto hasta su inminente final, no ha llegado a ningún lugar. Un fragmento de esa retahíla anuncia: “la irritación no consiste en estar en el lugar donde se está, sino de querer estar en otro lado. Ese sentimiento de que no se llega a ninguna parte es un placer que continuará.”

En efecto: ninguno de los presentes quería estar en otro lugar, y así el placer continuó, incluso mucho tiempo después de que la conferencia hubiese terminado. Al salir del Teatro San Martín me atrevo a afirmar que pocos performance a los que he asistido han sido tan placenteros como estos. Esto de no llegar a ninguna parte, disertando sobre la nada, jamás se había sentido tan bien.


Nunca antes la nada me había llenado tanto.

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