Anne me enseña a comer bien



Anne vino a Buenos Aires a comer.


Anne es una chica estadounidense que conocí en el instituto donde daba clases de inglés. Un día, mientras me preparaba un café en la sala de profesores, escuché que le recomendaba una parrilla a otro colega. A mí me encanta comer, así que me le acerqué para conocerla. De inmediato compartimos sugerencias de restaurantes en Buenos Aires e incluso planeamos ir a comer juntos.

Anne tiene un doctorado en estadística y vivía muy bien en Pittsburgh, hasta que un día decidió salir al mundo para hacer realidad ese sueño que tanto había nutrido leyendo libros, ojeando revistas y viendo documentales: comer bien.

A lo largo de los últimos tres años, Anne ha vivido -y comido- en Roma, París, Lyon, Nueva York, Portland y Chicago. (Su próxima parada es Lima). Sus estadías en cada ciudad oscilan entre 2 y 4 meses: tiempos que le permiten formarse una opinión sólida sobre el gusto de cada urbe (o vivir con visa de turista en caso de los países foráneos).

Para quedarse con una buena idea de la comida de cada lugar, Anne aplica un precepto estadístico: para armar una muestra confiable hay que comer bastante. Ella me asegura que llega a conocer entre 60 y 80 sitios por ciudad. Como es de esperarse, la mayoría de ellos son regulares, pero cada tanto consigue ese lugar que le confirma su decisión de haber dejado su vida anterior para entregarse al placer de la lengua.

Anne es parca, retraída, de pocas palabras. Su precariedad en gestos puede tomarse como un signo de frialdad. Sin embargo, fui capaz de poner eso a un lado para aprender al máximo de ella. Las veces que nos vimos yo la inundaba de preguntas. Así pude obtener de ella información ciertamente extraordinaria.

Para Anne, la mejor comida que prepara Buenos Aires es la parrilla: “Es algo que les importa. Y los argentinos -como los italianos- son bastante apasionados en lo que les importa: fútbol, música, política. Por eso es que las milanesas son tan insípidas: porque no les importa”.

Otra decepción que le ha dado la capital porteña han sido sus pizzas. “Pensé que iba a encontrar buenas pizzas en la ciudad dada su importante herencia italiana, pero no ha sido el caso.” ¿Por qué? “Demasiado queso. Y no es buen queso.” (Las pastas tampoco le impresionaron.)

Anne me confesó que las mejores comidas de su vida las ha tenido en los restaurantes baratos que están ubicados en los centros de las ciudades (e incluso en sus partes pobres), no en los caros (salvo pocas excepciones, claro está). Asimismo, Anne ha podido confirmar -y refutar- ciertos clichés a lo largo de ese recorrido gastronómico alrededor del mundo: en Lyon se come mucho mejor que en París, en Roma se come muy bien pero demasiado, en Chicago y Portland se come bien pero caro, en Nueva York se come muy bien y muy barato.

De los franceses, Anne se queda con su forma de pensar a la comida: como medio de placer, rito social, tributo a la artesanía. De los italianos, encuentra fascinante ese íntimo nexo que une a la comida con la familia. (Para disfrutar de la mejor comida italiana, Anne recomienda comer en casa de la mamá de alguien.)

Uno de los criterios que aplica Anne para juzgar -o predecir- la calidad de un restaurant son sus ensaladas: “Si el chef puede lograr que un montón de vegetales sepa bien, entonces es bastante alta la posibilidad de que te guste lo que comerás luego.” El otro es el número de meseros: “Desconozco la razón, pero desconfío de los sitios que tienen demasiados meseros: me suele ir mal.”

Todo este festín de placer debe tener su contraparte, así que le pregunté a Anne qué era lo más difícil que debía afrontar a la hora de salir a comer. Su respuesta, como gran parte de las cosas que me decía, me sorprendió: “Lo que más me cuesta es ese dilema entre decidir si volver a un sitio que ya me gustó o probar uno nuevo. No te miento, Victor: llega a atormentarme.”

A Anne no le gusta el dulce. Su argumento, más que gastronómico, raya en cierta filosofía purista: “Me asquea el hecho de comer algo dulce cuando estoy tan llena. Detesto la idea de que el postre sea como una especie de premio, de trofeo, de algo que corona el final del comer. El premio es la comida misma, punto.”

Con Anne compartí comidas memorables en El Refuerzo, Albamonte, Pan y Arte y Chan Chan. Allí pude observar su patrón de conducta al comer: al sentarse toma la carta y se toma su tiempo en leerla y revisarle hasta el último detalle, le echa una mirada intensa y minuciosa al sitio (el suelo, el techo, los manteles, el resto de los comensales), interactúa estrictamente lo necesario con el mesero y con la compañía (conmigo), al recibir la cuenta la escruta con suspicacia, no toma fotos (no tiene Instagram) y toma notas en un cuadernito que para mí es como una biblia que me encantaría poder escudriñar. (No me la dejó ver nunca: se lo pedí varias veces).

- ¿Y qué piensas hacer con todo eso que anotas? ¿Publicarlo en un blog? ¿Escribir un libro?
- No lo tengo claro... Nada, quizás.

Anne recomienda probar de todo: lo barato y lo caro, lo que celebran los foodies y lo que condenan, lo clásico y lo moderno, pues nunca se sabe dónde encontrarás ese bocado que te detenga el corazón y te haga sentir, al menos por un instante, que la vida comienza por la boca.

Comentarios

Anónimo dijo…
Guaooooo provoca hacer lo que hace Annie ah! Y ese cuadernito....

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