Emigrando con la lengua


La primera ciudad en la que viví fuera de mi país fue Nueva York. Una de las cosas que me impresionaron al llegar era ver cómo los gringos eran capaces de desayunar con dulce: donas, muffins, trozos de torta. Tan sólo la idea de comer de esa forma me daba náuseas. Dicha aversión quizá respondía a cuestiones de referencia: en Venezuela los desayunos suelen ser salados, fuertes, abundantes: arepas con jamón y queso, sánduches de pan canilla, cachapas, empanadas, etc.

Pero esa impresión inicial cambió. Un día me desperté muy tarde para ir a clases al instituto donde estudiaba, así no me dio tiempo de hacerme el desayuno. Llegando al instituto me topé con uno de esos camiones instalados en las aceras neoyorquinas que venden café, bagels y muffins. Al principio pensé en pedir sólo un café, pero tenía hambre, así que en medio del apuro decidí comprarme también un muffin de blueberrys. El improvisado desayuno lo disfruté, es decir, todo lo contrario a esa primera aprehensión. Luego repetí, con más intencionalidad, mis desayunos con dulce. Con el tiempo la acción se convirtió en hábito -y también en un mecanismo para entender a la sociedad en la que me estaba insertando.

En mi segunda experiencia como emigrante -esta vez en Buenos Aires- me pasó algo parecido: no podía entender cómo los porteños podían desayunar medialunas, pero no porque fueran dulces sino porque eran muy pequeñas. Otra vez la referencia de los desayunos épicos venezolanos me jugaba en contra. No sé cómo ni cuándo, pero empecé a comer medialunas por la mañana, y me gustó. De nuevo, lo que antes no entendía -e incluso condenaba- le daba paso al disfrute y a algo muy cercano al entendimiento.

¿Cómo tratar de entender a un país adonde llegas a vivir? ¿Cuánto del shock cultural se experimenta con la lengua? ¿Cuál es la importancia del gusto en esta nueva vida?

Pues mucha. Si bien Buenos Aires gastronómicamente es más cercana que Caracas que la propia Nueva York, a mí me tomó cierto tiempo adaptarme a las maneras del comer del porteño. Sin embargo, ahora me encanta todo lo que la ciudad me ofrece con sus fogones: los bifes, las pizzas, los chori, las empanadas, cualquier cosa que tenga dulce de leche. En fin, que ya he escrito de eso con anterioridad.

El punto al que quiero llegar es este: yo considero que atrevernos a probar algo distinto y a incluirlo en nuestra cotidianidad es cierto símbolo de madurez, digo, entendida como algo a lo que no se llega con facilidad, que toma tiempo, que demanda que salgamos de nuestras zonas de confort, que implica el cuestionamiento a nuestros prejuicios.

No me malinterpreten: a mí me sigue encantando la comida venezolana y disfruto intensamente cuando como arepas en casa de mis amigos, pero yo siento que la adición de esta nueva cultura gastronómica enriquece mi vida. Y no sólo en términos del crecimiento del paladar, sino también en cierta ampliación de tu mente, pues la hace más tolerante en cuanto a elementos foráneos.

Tengo amigos que viven acá y que critican la comida argentina; la tildan de insulsa, limitada. Ya va, espérate, yo tengo amigos que hasta no les gusta la carne argentina, ¡por Dios! Todo bien, yo respeto su criterio porque incluso yo mismo estuve en esa posición algún tiempo atrás, pero cuando uno viene a vivir a otro país, hay momentos en los que uno debería deshacerse de ese marco de referencia con el que comparamos y criticamos las cosas. Uno tiene que aprender a aceptar las cosas como son, sin ánimos de degradarlas.

Como ya he dicho en posts anteriores, y sin ánimo de ser repetitivo, pero está en uno decidir ser feliz viviendo en otro país que no es el tuyo. 


Y yo  he decidido ser feliz en Argentina comiendo.

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