Caracas, y mi abuelo



En Caracas nací, en Caracas me crié, en Caracas realicé mis estudios universitarios; en Caracas yo me hice. O mejor dicho: Caracas me hizo -con la ayuda de mi abuelo.

Ramón José Viloria fue el padre de mi madre y en su casa viví una infancia de lujo: carcajadas, cariño y sazón andina. La segunda mitad de la educación primaria y todo el bachillerato los hice en Barcelona (Edo. Anzoátegui), un pueblo con ínfulas injustificadas de ciudad proveídas por esa prepotencia injustificada de tener tierra con petróleo, donde el ocio sabe a cerveza y la inmensidad del mar está a una distancia de minutos.

En Barcelona hice amigos muy queridos, comí miles de empanadas de cazón, y sufrí con las derrotas que nos propinaba República Dominicana en las Series del Caribe que se jugaron en el Chico Carrasquel. En Barcelona también fui feliz, pero en el proyector de mis pensamientos la luz de Caracas nunca se apagó.

Durante mi residencia oriental, mi hermana y yo pasábamos nuestras vacaciones en la casa de mis abuelos en Terrazas de Las Acacias, una señorial urbanización que fungía como interludio entre la arquitectura italiana de la Avenida Victoria y los látigos de plomo del Barrio Marín.

Esa tríada de meses se nos iba en saltar por los pasillos del Sambil, comer cotufas en el cine hasta que nos doliera la barriga, caminar sobre los azulejos descoloridos de Los Próceres, saludar a la nutria con cataratas del Parque del Este y asustarnos sin miedo con las serpientes de su Terrario.

Esos planes extraordinarios ocupaban los fines de semana, pero lo importante ocurría durante los días hábiles: yo acompañaba a mi abuelo, desde temprano en la mañana hasta que se decolorara la tarde, a hacer diligencias -trámites que iban desde pagar impuestos en el Centro y buscar libros en imprentas de las letras de Dios, hasta ir a una oficina que tenía mi abuelo en La Florida para seguir negando una jubilación que había adoptado de manera muy precoz.


Mi abuelo me enseñó Caracas.

Y no sólo me refiero al acto de revelármela, sino también al de educármela a través de sus maneras.

Mi abuelo me instruyó la política de la cortesía: ese subestimado poder que ejercemos al interactuar con el otro (y los otros) en la cotidianidad urbana: dar los buenos días cada vez que me montara en un autobús, darle la mano en muestra de agradecimiento a cualquier persona que me atendiera -mesero, empleado público, buhonero-, escuchar con respeto a quien me dirigiera el habla: bien fuera un policía con ánimo de intimidarme, un evangélico de verbo incendiario o un indigente que no olía bien.

A través de esos menesteres mi abuelo, y Caracas, me formaron como hombre de ciudad. Y fue esa preparación la que hizo posible que a mí me fuera tan bien cuando volví a la capital para estudiar en la Simón Bolívar, y luego cuando adopté los gestos agridulces del emigrante al irme a vivir a Nueva York y Buenos Aires.

Con los años uno gana conciencia de los privilegios que ha disfrutado en épocas anteriores de tu vida, así que en ese sentido yo ahora me reconozco inmensamente privilegiado de haberme hecho en Caracas de la mano de mi abuelo.

Sin embargo, esa gratitud se siente contrariada: por un lado el corazón se me arruga como dedos mojados en exceso y mis párpados se empañan cada vez que caigo en cuenta de que ni mi abuelo ni esa Caracas están; pero por el otro siento una alegría insuficiente al saber que mi abuelo y esa Caracas siguen existiendo a través de las aptitudes que ellos me enseñaron: cuando saludo al colectivero, cuando hablo con la señora en el Colón antes de compartir suspiros estimulados por Mahler, cuando sostengo las maravillosas tertulias con Martín -un librero de Plaza Italia- en las que discutimos si Soriano escribió más calle que Arlt.


Comentarios

Anónimo dijo…
Que análisis tan exquisito de nuestra amada Caracas y de ese ser tan especial llamado Ramón Viloria y la música del maestro Weil, mejor fondo, imposible

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