El despecho de Diana
Once botellas de Solera light, una caja de Marlboro y un sabor ácido que no logro quitar de mi garganta. Estas son las evidencias tangibles de lo que pasó anoche. De lo que no tuvo que haber pasado.
¿Que cómo comenzó todo esto? Te cuento… Diana me había mandado un mensajito diciéndome, por enésima vez, lo mal que se sentía por haberle terminado a Federico. Intenté consolarla, diciéndole que eso era lo mejor que tenía que pasar. Que así no se tendría que calar las loqueras de ese tipo. Pero ella insistía en que sentía horrible, y la verdad es que hasta por un momento llegó a darme lástima, ¿sabes? Esa caraja quería burda al imbécil ese. No sé, yo siempre le tuve vaina. Pues nada, le dije que se viniera a mi apartamento para que habláramos, para que se le pasara la cosa. Ella dijo que vendría de inmediato y, en efecto, llegó a la media hora.
Cuando llegó, Diana no era ella misma, no sé si me entiendes. Tenía los ojos hinchados y su cara no podía ocultar el malestar que la aquejaba. En lo que entró al apartamento, se fue directo al balcón y encendió un cigarro, ¿te imaginas a Diana fumando? Eso es para que veas cómo termina actuando la gente cuando no se halla a sí misma, cuando dejan de ser ellos. Estuve a punto de regañarla, pero como ella me conoce, me dijo con su mano derecha sosteniendo al cigarro encendido: “A mí no me vengas con mariqueras, mira que yo no vine a que me miraran feo”. Te podrás imaginar lo grave que estaba como para que estuviera hablando con groserías y todo.
En fin, terminó diciéndome que ella venía a que la escucharan. Y eso fue lo que hice. Aunque la verdad no la escuché mucho, porque ella no decía gran cosa. Quizá decía algo pero luego se le perdía la mirada, sus ojos siempre terminaban mirando al balcón, como buscando el infinito, yo qué sé. Balbuceaba un Federico, que si el amor, que si el engaño; todo esto con sollozos de por medio. Nunca la había visto así. Fíjate que hasta hubo un momento en el que me preguntó si tenía algo para beber. Sí, me costó creerlo. ¿Primero fumando, y ahora y que tomando? Equis, ahí estaba yo para servirle y saqué de la nevera un par de Soleras light, que no estaban tan frías, por cierto, pero que igual terminamos tomando.
Y volvía a repetirse la cosa. Ella decía una que otra frase mirando hacia al balcón, y yo me limitaba a verla y escucharla. Seguimos bebiendo hasta el punto en el que yo perdí la cuenta, mientras a ella se le ponían colorados los cachetes. Yo me senté en el sofá y ella se quedó asomada en el balcón. Ahora no recuerdo muy bien, pero en un instante imperceptible, la sentí a mi lado. La verdad es que estaba muy cerca de mí. Me pasó entonces, por encima de mi cuello, su brazo izquierdo y la sentí caliente, porque además había llegado con un suéter negro que nunca se quitó. Lo siguiente que vi fue su rostro ladeado frente al mío. Sus ojos no me miraban a mí, más bien parecían buscarme la boca. Nunca imaginé que eso estuviese pasando. Su piel y su aliento tan cerca, su olor de despecho. Pero pasó. Y lo peor es que no ofrecí resistencia alguna.
Y ahora es que me arrepiento. Creo que ése es el sabor desagradable que se me quedó instalado en la garganta. Uno como que se termina arrepintiendo demasiado tarde de las cosas. Pero así es como me siento: entre el arrepentimiento y la incertidumbre de cómo vayamos a quedar después de todo esto.
Ya sé que se ha despertado. Lo sé porque desde aquí veo su rostro sin que ella lo sepa. Total, creo que hasta ni le importa. Está despierta, pero sigue callada. Callada, pero mirando, con sus ojos aún hinchados, el póster de Jimi Hendrix que está pegado en la puerta derecha de mi clóset.
¿Que cómo comenzó todo esto? Te cuento… Diana me había mandado un mensajito diciéndome, por enésima vez, lo mal que se sentía por haberle terminado a Federico. Intenté consolarla, diciéndole que eso era lo mejor que tenía que pasar. Que así no se tendría que calar las loqueras de ese tipo. Pero ella insistía en que sentía horrible, y la verdad es que hasta por un momento llegó a darme lástima, ¿sabes? Esa caraja quería burda al imbécil ese. No sé, yo siempre le tuve vaina. Pues nada, le dije que se viniera a mi apartamento para que habláramos, para que se le pasara la cosa. Ella dijo que vendría de inmediato y, en efecto, llegó a la media hora.
Cuando llegó, Diana no era ella misma, no sé si me entiendes. Tenía los ojos hinchados y su cara no podía ocultar el malestar que la aquejaba. En lo que entró al apartamento, se fue directo al balcón y encendió un cigarro, ¿te imaginas a Diana fumando? Eso es para que veas cómo termina actuando la gente cuando no se halla a sí misma, cuando dejan de ser ellos. Estuve a punto de regañarla, pero como ella me conoce, me dijo con su mano derecha sosteniendo al cigarro encendido: “A mí no me vengas con mariqueras, mira que yo no vine a que me miraran feo”. Te podrás imaginar lo grave que estaba como para que estuviera hablando con groserías y todo.
En fin, terminó diciéndome que ella venía a que la escucharan. Y eso fue lo que hice. Aunque la verdad no la escuché mucho, porque ella no decía gran cosa. Quizá decía algo pero luego se le perdía la mirada, sus ojos siempre terminaban mirando al balcón, como buscando el infinito, yo qué sé. Balbuceaba un Federico, que si el amor, que si el engaño; todo esto con sollozos de por medio. Nunca la había visto así. Fíjate que hasta hubo un momento en el que me preguntó si tenía algo para beber. Sí, me costó creerlo. ¿Primero fumando, y ahora y que tomando? Equis, ahí estaba yo para servirle y saqué de la nevera un par de Soleras light, que no estaban tan frías, por cierto, pero que igual terminamos tomando.
Y volvía a repetirse la cosa. Ella decía una que otra frase mirando hacia al balcón, y yo me limitaba a verla y escucharla. Seguimos bebiendo hasta el punto en el que yo perdí la cuenta, mientras a ella se le ponían colorados los cachetes. Yo me senté en el sofá y ella se quedó asomada en el balcón. Ahora no recuerdo muy bien, pero en un instante imperceptible, la sentí a mi lado. La verdad es que estaba muy cerca de mí. Me pasó entonces, por encima de mi cuello, su brazo izquierdo y la sentí caliente, porque además había llegado con un suéter negro que nunca se quitó. Lo siguiente que vi fue su rostro ladeado frente al mío. Sus ojos no me miraban a mí, más bien parecían buscarme la boca. Nunca imaginé que eso estuviese pasando. Su piel y su aliento tan cerca, su olor de despecho. Pero pasó. Y lo peor es que no ofrecí resistencia alguna.
Y ahora es que me arrepiento. Creo que ése es el sabor desagradable que se me quedó instalado en la garganta. Uno como que se termina arrepintiendo demasiado tarde de las cosas. Pero así es como me siento: entre el arrepentimiento y la incertidumbre de cómo vayamos a quedar después de todo esto.
Ya sé que se ha despertado. Lo sé porque desde aquí veo su rostro sin que ella lo sepa. Total, creo que hasta ni le importa. Está despierta, pero sigue callada. Callada, pero mirando, con sus ojos aún hinchados, el póster de Jimi Hendrix que está pegado en la puerta derecha de mi clóset.
Comments