¿Vida nueva?
Recibí el año nuevo con el estómago revuelto. Creo que la culpa la tuvo uno de esos croissant with eggs and cheese que me metí esperando al avión que me traería de regreso en el aeropuerto de Miami. De alguna u otra forma creo que la barriga de uno como que pareciera que no tuviese inmigración abierta, rechaza lo foráneo; no termina de acostumbrarse a esos desayunos dulzones del Norte. Sin embargo, la primera sensación en este 2007 no fue sólo la de ese desagradable malestar estomacal. Hubo muchas otras cosas que sentí dentro de mi cuerpo, y ¿por qué no decirlo?, en mi mente también.
La felicidad que me dio el viaje de Navidad con mi familia pronto se vio mezclada con miedo, incertidumbre. Reacción instantánea luego de haber leído el ejemplar de El Nacional del día 7 de Enero, luego de casi 2 semanas de no haber sabido nada –intencionalmente- del agitado acontecer de mi país. Digamos que me electrocuté con ese tremendo cable a tierra con el que me recibió el año nuevo en mi país: otro de los malestares que me atacaron por estos días. Leyendo dicho diario me debatía entre dos aguas de peligrosas corrientes: el no saber qué carajos es lo que va a pasar con mi país o, por el contrario, saber muy bien que lo que viene no es nada bueno.
De todas formas, sólo tomó estar en mi país un par de días para que se me disipara esa especie de remolino que sentía en mi estómago. Volver a pedir un con leche grande en la panadería. Hablar con mi abuelo. Oler el aire de Caracas en la autopista. Sentir de nuevo a mi ciudad. Disfrutar esto que cada vez se nos está haciendo más caro: vivir en nuestro país.
Porque si de las pocas cosas de las que estoy seguro en esta vida hay una que disfruto plenamente, es la de vivir en este país. Escuchar los grupos de música local. Leer las nuevas letras caraqueñas. Caminar por Altamira. Extasiarme con Dudamel, dirigiendo a jóvenes que han hecho pensar al mundo entero que la capital mundial de la música clásica es la misma que sale en mi partida de nacimiento.
Mientras tanto no seguiré ajeno a la realidad que me envuelve: seguiré leyendo El Nacional y viendo en Globovisión cómo mi país se derrumba cada día más; no sin antes gozármelo en este futuro inmediato en el que me sigo viendo habitando en él. Seguiré rezando para que vivir acá no sea tan costoso emocionalmente. Para que este sabor en mi garganta se diluya con los increíbles amaneceres que nos regala esta ciudad protegida por el Ávila, con el delicioso sonido del acento caraqueño: música que acalla todo aquello que se empeña en jodernos.
La felicidad que me dio el viaje de Navidad con mi familia pronto se vio mezclada con miedo, incertidumbre. Reacción instantánea luego de haber leído el ejemplar de El Nacional del día 7 de Enero, luego de casi 2 semanas de no haber sabido nada –intencionalmente- del agitado acontecer de mi país. Digamos que me electrocuté con ese tremendo cable a tierra con el que me recibió el año nuevo en mi país: otro de los malestares que me atacaron por estos días. Leyendo dicho diario me debatía entre dos aguas de peligrosas corrientes: el no saber qué carajos es lo que va a pasar con mi país o, por el contrario, saber muy bien que lo que viene no es nada bueno.
De todas formas, sólo tomó estar en mi país un par de días para que se me disipara esa especie de remolino que sentía en mi estómago. Volver a pedir un con leche grande en la panadería. Hablar con mi abuelo. Oler el aire de Caracas en la autopista. Sentir de nuevo a mi ciudad. Disfrutar esto que cada vez se nos está haciendo más caro: vivir en nuestro país.
Porque si de las pocas cosas de las que estoy seguro en esta vida hay una que disfruto plenamente, es la de vivir en este país. Escuchar los grupos de música local. Leer las nuevas letras caraqueñas. Caminar por Altamira. Extasiarme con Dudamel, dirigiendo a jóvenes que han hecho pensar al mundo entero que la capital mundial de la música clásica es la misma que sale en mi partida de nacimiento.
Mientras tanto no seguiré ajeno a la realidad que me envuelve: seguiré leyendo El Nacional y viendo en Globovisión cómo mi país se derrumba cada día más; no sin antes gozármelo en este futuro inmediato en el que me sigo viendo habitando en él. Seguiré rezando para que vivir acá no sea tan costoso emocionalmente. Para que este sabor en mi garganta se diluya con los increíbles amaneceres que nos regala esta ciudad protegida por el Ávila, con el delicioso sonido del acento caraqueño: música que acalla todo aquello que se empeña en jodernos.
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