Pollo frito
Comenzamos a salir por esas cosas de la vida. Y les llamo “cosas” para no caer en el eterno y fastidioso dilema de que si existen o no las coincidencias, si existe ya un destino escrito. El punto es nos conocimos en la universidad. Ella acompañaba a su primito para inscribirse en la prueba de admisión, y cuando terminaron de hacer las diligencias se pusieron a pedir cola para una estación de Metro. Usualmente no suelo darle la cola a desconocidos, pero hubo algo que, desde que la vi de lejos, me atrajo. No es despampanante, ni nada por el estilo; pero no sé, me llamó la atención. Se montaron en el carro y comenzamos a hablar. Y hablamos tan chévere, que la media hora desde Sartenejas hasta Plaza Venezuela se nos hizo rapidísima. Me cayó tan simpática, que en un inusual arrebato de espontaneidad, le pedí su teléfono para volvernos a ver. Y ella me lo dio. Y salimos.
Fuimos a tomarnos algo en el Soma que queda en el Trasnocho. Inmediatamente volvimos a hablar como antes: un diálogo fluido con el que empezábamos a conocernos. La verdad es que, así como coincidíamos en cosas, pues diferíamos también en muchas otras. Por ejemplo, ella gozaba un mundo viendo películas taquilleras de Hollywood y no entendía cómo a mí me gustaban esas películas raras, esos dramas incomprensibles: “¿es que acaso no te basta ya con el drama que nos rodea en este país? ¿Para qué clavarse con un puñal de dolor visto en pantalla grande?” Recuerdo que inclusive llegábamos a discutir acaloradamente en la conversación por nuestras diferencias. Pero era una discusión sabrosa, porque desde el principio fuimos honestos el uno con el otro. Aquí no hubo poses ni guiones. Nos decíamos la verdad, y nos encantaba.
En otra de las discusiones, ella no entendía cómo a mí podía gustarme la comida rápida; cómo me podía encantar comer en pollos Arturo’s, para ser específicos. Ella decía que esa comida no tenía alma, que de sólo imaginarse cincuenta pechugas de pollo juntas y grasientas, se le revolvía el estómago. Mientras tanto, yo defendía mi posición basándome en lo divino que era comer ese pellejo frito y esa pequeña porción de ensalada agridulce que, vale destacar, era la única ensalada que yo comía. Más vale que no. Casi se moría de la indignación por haber dicho eso. Pero luego cuando estuvo más calmada, me hizo, en sus propias palabras, una invitación que cambiaría definitivamente la relación que nos unía.
Me invitó para que fuera almorzar un día a su casa, para saborear lo que de verdad era un pollo frito. Luego de comerlo, aseguraba, iba a borrar de mi memoria ese nefasto sabor de los pollos de esa nefasta cadena de comida rápida. Y decía todo esto con una mezcla de prepotencia y de sincera confianza. El tono y la cara con la que lo dijo llegó incluso hasta intimidarme.
Acepté su propuesta y me fui un domingo a almorzar a su casa, o mejor dicho, al apartamento que comparte con dos amigas más en El Cafetal. Por cierto, para la ocasión, no estaba ninguna de las dos. El apartamento entonces estaba solo para nosotros, así que podrán imaginarse lo que eso significaría. Me senté en una mesa redonda muy bien adornada. El primer plato fue una crema de auyama muy rica. El segundo plato fue el aclamado pollo frito. El tercer y último plato, que era ella, me lo comí en su cuarto. Lo siento, pero me reservo el derecho de entrar en detalles sobre eso.
Tuve que reconocerlo, comer el pollo frito que ella preparó fue toda una exquisitez...
Poseer con la mano un muslo.
Agarrar con firmeza una pechuga.
Retenerla agonizante entre mis dedos.
El efecto del aceite aún caliente.
El preludio hacia la boca.
El intempestivo mordisco.
El bocado naufragante en saliva.
Tragar para darle sepultura al trozo conquistado.
Esto, damas y caballeros, fue una muestra fehaciente de lo que me gusta denominar “hedonismo gastronómico”. Le di la razón y le dije que ése había sido el pollo frito más sabroso que había comido en mi vida. ¡Qué pollos Arturo’s ni qué carajos! Me rendí ante su sazón. Ella cargaba en su rostro una sonrisa de victoria, de merecido orgullo. Una sonrisa que luego devino en picardía, en lujuria. Era el momento del tercer plato. El postre. Créanme, lo que pasó allá adentro también fue muy bueno.
Pero lamentablemente, insisto, tengo que aceptar que lo que más recuerdo es el sabor de ese pollo frito. Ese vendaval de sabor y delirio que se alojó en mi memoria gustativa. Esa orgía de lengua, dientes, saliva y carne blanca empanizada. Ese sabor que me hizo renunciar a cualquier otro pollo frito de cualquier otro sitio.
Tenías razón Mariale, mi vida era insulsa y yo no lo sabía, pero tú la sazonaste y te lo agradezco. Lo que sí quiero que entiendas es que, si te soy sincero, yo no quiero más postres que sepan a ti. Yo no te quiero a ti. Yo lo que quiero es que, por favor, me prepares otra vez ese pollo frito. Tu pollo frito.
Fuimos a tomarnos algo en el Soma que queda en el Trasnocho. Inmediatamente volvimos a hablar como antes: un diálogo fluido con el que empezábamos a conocernos. La verdad es que, así como coincidíamos en cosas, pues diferíamos también en muchas otras. Por ejemplo, ella gozaba un mundo viendo películas taquilleras de Hollywood y no entendía cómo a mí me gustaban esas películas raras, esos dramas incomprensibles: “¿es que acaso no te basta ya con el drama que nos rodea en este país? ¿Para qué clavarse con un puñal de dolor visto en pantalla grande?” Recuerdo que inclusive llegábamos a discutir acaloradamente en la conversación por nuestras diferencias. Pero era una discusión sabrosa, porque desde el principio fuimos honestos el uno con el otro. Aquí no hubo poses ni guiones. Nos decíamos la verdad, y nos encantaba.
En otra de las discusiones, ella no entendía cómo a mí podía gustarme la comida rápida; cómo me podía encantar comer en pollos Arturo’s, para ser específicos. Ella decía que esa comida no tenía alma, que de sólo imaginarse cincuenta pechugas de pollo juntas y grasientas, se le revolvía el estómago. Mientras tanto, yo defendía mi posición basándome en lo divino que era comer ese pellejo frito y esa pequeña porción de ensalada agridulce que, vale destacar, era la única ensalada que yo comía. Más vale que no. Casi se moría de la indignación por haber dicho eso. Pero luego cuando estuvo más calmada, me hizo, en sus propias palabras, una invitación que cambiaría definitivamente la relación que nos unía.
Me invitó para que fuera almorzar un día a su casa, para saborear lo que de verdad era un pollo frito. Luego de comerlo, aseguraba, iba a borrar de mi memoria ese nefasto sabor de los pollos de esa nefasta cadena de comida rápida. Y decía todo esto con una mezcla de prepotencia y de sincera confianza. El tono y la cara con la que lo dijo llegó incluso hasta intimidarme.
Acepté su propuesta y me fui un domingo a almorzar a su casa, o mejor dicho, al apartamento que comparte con dos amigas más en El Cafetal. Por cierto, para la ocasión, no estaba ninguna de las dos. El apartamento entonces estaba solo para nosotros, así que podrán imaginarse lo que eso significaría. Me senté en una mesa redonda muy bien adornada. El primer plato fue una crema de auyama muy rica. El segundo plato fue el aclamado pollo frito. El tercer y último plato, que era ella, me lo comí en su cuarto. Lo siento, pero me reservo el derecho de entrar en detalles sobre eso.
Tuve que reconocerlo, comer el pollo frito que ella preparó fue toda una exquisitez...
Poseer con la mano un muslo.
Agarrar con firmeza una pechuga.
Retenerla agonizante entre mis dedos.
El efecto del aceite aún caliente.
El preludio hacia la boca.
El intempestivo mordisco.
El bocado naufragante en saliva.
Tragar para darle sepultura al trozo conquistado.
Esto, damas y caballeros, fue una muestra fehaciente de lo que me gusta denominar “hedonismo gastronómico”. Le di la razón y le dije que ése había sido el pollo frito más sabroso que había comido en mi vida. ¡Qué pollos Arturo’s ni qué carajos! Me rendí ante su sazón. Ella cargaba en su rostro una sonrisa de victoria, de merecido orgullo. Una sonrisa que luego devino en picardía, en lujuria. Era el momento del tercer plato. El postre. Créanme, lo que pasó allá adentro también fue muy bueno.
Pero lamentablemente, insisto, tengo que aceptar que lo que más recuerdo es el sabor de ese pollo frito. Ese vendaval de sabor y delirio que se alojó en mi memoria gustativa. Esa orgía de lengua, dientes, saliva y carne blanca empanizada. Ese sabor que me hizo renunciar a cualquier otro pollo frito de cualquier otro sitio.
Tenías razón Mariale, mi vida era insulsa y yo no lo sabía, pero tú la sazonaste y te lo agradezco. Lo que sí quiero que entiendas es que, si te soy sincero, yo no quiero más postres que sepan a ti. Yo no te quiero a ti. Yo lo que quiero es que, por favor, me prepares otra vez ese pollo frito. Tu pollo frito.
Comments
aplaudo fervientemente luego de terminarlo, que grande!
"no quiero tu postre, quiero es el pollo frito" hahaha, tremendo viejo, me encantó.
Lo comico del asunto es que leyendolo me parecia el preludio de una bonita historia de amor, y hasta me estaba inspirando para relatar un poco en mi blog sobre como conoci a mi esposa y como terminamos casandonos, cuando acercandose el final de tu relato, me di cuenta de todo. Me engañaste heehhe.
Saludos man, linkeare tu blog en el mio si no te molesta.
¡Jajaja! Está bien, me rindo, me quedo con el ataque de risa que me has producido.
Un abrazo sin grasa,
Naky, me alegro mucho que te hayas reído, porque la verdad es que hacer reír por escrito es bastante difícil. ¡Un abrazo caliente y empanizado!
Seguire viniendo para ver q otras cosas tienes por aqui... Y me encantaria una critica tuya en mi blog, eventualmente! Por ahora tengo solo cosas viejas en su mayoria, pero ya vendra algo bueno..
Delicioso, te digo!