Dudamel dirigiendo la quinta de Mahler: un sueño hecho realidad
Hace un año asistía al Aula Magna de la UCV para disfrutar en vivo del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, interpretado por Luis Quintero junto a la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, dirigida por el Maestro Rodolfo Saglimbeni. En esa ocasión también se estaría tocando la quinta sinfonía de Gustav Mahler. Inicialmente y por cuestiones de tiempo, lo que tenía pensado era irme luego de finalizado el concierto para guitarra.
Sin embargo, todo cambiaría luego de que una señora, de unos 60 años que tenía al lado, me dijera: “¿Tú no te pensarás ir ya, no?” Le respondí que no tenía mucho tiempo y que, en efecto, pensaba retirarme. Ella contraatacó: “¿Y tú te piensas pelarte ese espectáculo? ¿No miras las sillas que están poniendo en la tarima? Mira que esta sinfonía se escribió para más de cien músicos en escena”. Mi respuesta no fue expresada en palabras, simplemente decidí volver a mi puesto y me senté para disfrutar del “espectáculo” en cuestión.
Comenzó la cosa y mi vida cambiaría para siempre. No estoy exagerando: acababa de presenciar una sinfonía que, desde ese instante, la hice mía. La hice mi sinfonía favorita.
Un tiempo después, mientras leía el periódico, encontré una reseña que hablaba maravillas de un concierto que había dirigido Dudamel en Londres. La sinfonía que había dirigido era, precisamente, la quinta de Mahler. Elogios de varios medios habían sido publicados luego de su impecable dirección. En un pequeño cuadro que estaba al lado de esa nota, se decía que la sinfonía era una de las predilectas de Dudamel. El joven director manifestaba que sentía una cercanía bastante especial con esa obra. Mientras le pedía el matrimonio a su futura esposa, el soundtrack del momento era el scherzo -el tercer movimiento- de la sinfonía en cuestión.
La primera vez que vi a Dudamel fue en diciembre del año pasado, dirigiendo otra de mis sinfonías favoritas: la cuarta de Brahms. Mientras presenciaba su espectacular forma me dirigir, anhelaba profundamente escucharle la quinta sinfonía de Mahler. Entonces se convirtió en sueño. Un sueño que a veces me parecía lejano. Simplemente creía que debía esperar mucho tiempo para ello.
Pero el martes 6 de Marzo, apareció en el periódico el increíble anuncio –no miento, lo leí como diez veces para asegurarme que lo que leía era verdad- de que Dudamel iba a dirigir en el Aula Magna, mi sinfonía favorita. En lo que pude, fui a buscar mi entrada.
El día llegó: domingo 18 de marzo. En el programa aparecía que la primera parte consistiría en el Concierto No. 1 para piano y Orquesta de Chopin, y que sería interpretado por Sergio Daniel Tiempo. El Concierto se me hizo larguísimo, porque la verdad es que estaba bastante desesperado. Al fin concluyó, vino el intermedio y comenzaron a añadir las sillas para los músicos que debían incluirse.
Casi toda la tarima se llenó de músicos con sus instrumentos. La madera pulida, los metales brillantes, la imponente percusión y dos enormes arpas decoraban el escenario de lo que, en instantes, iba a suceder.
Dudamel entró y las manos me comenzaron a sudar incontrolablemente. Señaló con el dedo al trompetista quien dio las primeras notas de la marcha fúnebre. El primer movimiento sonó con una soberbia que atemorizaba. Dudamel saltaba inspirado con su batuta. Las caras de los músicos expresaban intensidad. Para el segundo movimiento seguía existiendo una fuerza intimidante: los chelos se movían desafiantes de un lado al otro, los violines también confirmaban que pueden sonar oscuros; en fin, el sonido de todos los músicos tocando a la vez era ciertamente fascinante.
Comenzó el scherzo con su precioso vals. Vals que se vio interrumpido por el inoportuno sonido de un celular. Gustavo se vio obligado a detener la sinfonía debido al incómodo percance. Sin embargo reanudó la dirección y concluyó el tercer movimiento.
No obstante el cuarto movimiento se vio interrumpido de nuevo por otro sonido de un celular. Dudamel detuvo, esta vez notablemente más molesto, la dirección y en lo que pensaba reanudarla volvió a sonar el mismo celular. El mejor joven director del mundo volvió a detener la sinfonía y una tormenta incómoda parecía bajar de las nubes de Calder. “¡Gracias al animal que no puede apagar el celular en el Aula Magna, esto es indignante!”, dijo un señor del público con acento español. La gente aplaudió a manera de castigar al imprudente. Dudamel respiró profundo y prosiguió con el adaghietto, el movimiento más hermoso de toda la sinfonía.
Con la normalidad de regreso, vino el quinto y último movimiento, el rondó, el cual está tocado completamente en mayor y que nos anuncia al final lo que Mahler, con su evolución tonal, nos quiere expresar con esta sinfonía: la vida no es más que la transición desde una oscuridad asfixiante como la muerte, al vals como preludio para la calma que sucede a la tormenta; esa calma que sólo da paso a ese grito en tonalidad mayor, la tonalidad alegre que presagia la esperanza.
Sin embargo, todo cambiaría luego de que una señora, de unos 60 años que tenía al lado, me dijera: “¿Tú no te pensarás ir ya, no?” Le respondí que no tenía mucho tiempo y que, en efecto, pensaba retirarme. Ella contraatacó: “¿Y tú te piensas pelarte ese espectáculo? ¿No miras las sillas que están poniendo en la tarima? Mira que esta sinfonía se escribió para más de cien músicos en escena”. Mi respuesta no fue expresada en palabras, simplemente decidí volver a mi puesto y me senté para disfrutar del “espectáculo” en cuestión.
Comenzó la cosa y mi vida cambiaría para siempre. No estoy exagerando: acababa de presenciar una sinfonía que, desde ese instante, la hice mía. La hice mi sinfonía favorita.
Un tiempo después, mientras leía el periódico, encontré una reseña que hablaba maravillas de un concierto que había dirigido Dudamel en Londres. La sinfonía que había dirigido era, precisamente, la quinta de Mahler. Elogios de varios medios habían sido publicados luego de su impecable dirección. En un pequeño cuadro que estaba al lado de esa nota, se decía que la sinfonía era una de las predilectas de Dudamel. El joven director manifestaba que sentía una cercanía bastante especial con esa obra. Mientras le pedía el matrimonio a su futura esposa, el soundtrack del momento era el scherzo -el tercer movimiento- de la sinfonía en cuestión.
La primera vez que vi a Dudamel fue en diciembre del año pasado, dirigiendo otra de mis sinfonías favoritas: la cuarta de Brahms. Mientras presenciaba su espectacular forma me dirigir, anhelaba profundamente escucharle la quinta sinfonía de Mahler. Entonces se convirtió en sueño. Un sueño que a veces me parecía lejano. Simplemente creía que debía esperar mucho tiempo para ello.
Pero el martes 6 de Marzo, apareció en el periódico el increíble anuncio –no miento, lo leí como diez veces para asegurarme que lo que leía era verdad- de que Dudamel iba a dirigir en el Aula Magna, mi sinfonía favorita. En lo que pude, fui a buscar mi entrada.
El día llegó: domingo 18 de marzo. En el programa aparecía que la primera parte consistiría en el Concierto No. 1 para piano y Orquesta de Chopin, y que sería interpretado por Sergio Daniel Tiempo. El Concierto se me hizo larguísimo, porque la verdad es que estaba bastante desesperado. Al fin concluyó, vino el intermedio y comenzaron a añadir las sillas para los músicos que debían incluirse.
Casi toda la tarima se llenó de músicos con sus instrumentos. La madera pulida, los metales brillantes, la imponente percusión y dos enormes arpas decoraban el escenario de lo que, en instantes, iba a suceder.
Dudamel entró y las manos me comenzaron a sudar incontrolablemente. Señaló con el dedo al trompetista quien dio las primeras notas de la marcha fúnebre. El primer movimiento sonó con una soberbia que atemorizaba. Dudamel saltaba inspirado con su batuta. Las caras de los músicos expresaban intensidad. Para el segundo movimiento seguía existiendo una fuerza intimidante: los chelos se movían desafiantes de un lado al otro, los violines también confirmaban que pueden sonar oscuros; en fin, el sonido de todos los músicos tocando a la vez era ciertamente fascinante.
Comenzó el scherzo con su precioso vals. Vals que se vio interrumpido por el inoportuno sonido de un celular. Gustavo se vio obligado a detener la sinfonía debido al incómodo percance. Sin embargo reanudó la dirección y concluyó el tercer movimiento.
No obstante el cuarto movimiento se vio interrumpido de nuevo por otro sonido de un celular. Dudamel detuvo, esta vez notablemente más molesto, la dirección y en lo que pensaba reanudarla volvió a sonar el mismo celular. El mejor joven director del mundo volvió a detener la sinfonía y una tormenta incómoda parecía bajar de las nubes de Calder. “¡Gracias al animal que no puede apagar el celular en el Aula Magna, esto es indignante!”, dijo un señor del público con acento español. La gente aplaudió a manera de castigar al imprudente. Dudamel respiró profundo y prosiguió con el adaghietto, el movimiento más hermoso de toda la sinfonía.
Con la normalidad de regreso, vino el quinto y último movimiento, el rondó, el cual está tocado completamente en mayor y que nos anuncia al final lo que Mahler, con su evolución tonal, nos quiere expresar con esta sinfonía: la vida no es más que la transición desde una oscuridad asfixiante como la muerte, al vals como preludio para la calma que sucede a la tormenta; esa calma que sólo da paso a ese grito en tonalidad mayor, la tonalidad alegre que presagia la esperanza.
Comments
Te felicito nene...es gratificante encontrar espacios como este de gente tan joven y tan brillante... Dios te bendiga
La vida es una nota,
váyalo