Las manos de mi abuelo
Isabel Allende dice que cuando se nos muere un ser querido esa persona no se va del todo. Siempre tendremos algo que nos los traiga de vuelta. Sólo basta con ver a otro familiar que haya heredado alguna característica física de esa persona para recordarla. Yo recordaré a mi abuelo con tan sólo ver mis manos, muy parecidas a las de él: con dedos largos y delgados.
Aunque creo haber heredado otras cosas de él como su postura jorobada, su forma de caminar y sus largos brazos, sus manos son lo que tengo -y valga la cacofonía- más “a la mano”. Recuerdo que tenía unas manos tan largas que podía recubrir con ellas el reposadero de codos de los bancos de madera de cualquier iglesia. De niño me impresionaba eso. Trataba de imitarlo con mis pequeñas manos pero no podía. Con el tiempo las manos me crecieron y ahora puedo hacer lo mismo. Las manos de mi abuelo son mis manos.
A mi abuelo le debo muchas cosas.
Logré amar a Caracas desde niño, cuando viajaba desde Puerto La Cruz durante las vacaciones escolares. Lo acompañaba a La Florida, al Centro, a hacer diligencias, pero también paseábamos por el Parque del Este, el Museo de Ciencias y Los Próceres. Él me enseñó amar a Caracas caminándola, montado en un carrito, dentro de un vagón del Metro. Me enseñó a amarla palpándola con los pies.
A él le debo ese vicio de tomar café con leche. Cuando me llevaba al Colegio Santa Luisa me compraba un café con leche pequeño tibio, imagino que para que pudiera tomármelo rápido sin quemarme. Porque mi abuelo siempre estaba pendiente de uno, su capacidad de servicio es uno de sus grandes atributos. Ésa era su forma de querernos.
Una de las cosas que también definieron mi vida eran las discusiones que él sostenía con mi padre en la mesa del comedor, luego de algún almuerzo o alguna cena. No exagero al decir que han sido los mejores debates intelectuales que he podido presenciar a lo largo de mi existencia. Ver a dos personas tan inteligentes, críticas y sinceras hablando de política era todo un lujo. En más de una ocasión diferían y hasta se enfadaban, pero de todas formas esos encuentros eran dignos de ser disfrutados y apreciados. Desde pequeño y, aunque ninguno de ellos lo sepan, me dediqué a prepararme para poder participar en esas tertulias. Comencé a leer el periódico, a ver los noticieros para aprenderme los nombres de los ministros, a escuchar la radio para enterarme de las “marramucias” que hacía cualquier funcionario del gobierno.
Con tiempo y preparación logré incorporarme a esas conversaciones. Creo que lo hice bien. Mi abuelo hasta llegó a llamarme “analista político”. La última discusión que tuvimos tuvo que ver con quién ganaría la Alcaldía Mayor. Yo sostenía que sería Leopoldo López. “Yo creo que ahí gana el negro Aristóbulo”, sentenció.
También me enseñó a relacionarme con la gente. A cómo tenía que dar un buen apretón de manos y cómo debía acercármele a cualquier persona que quisiera conocer. Puedo decir, modestia aparte que me ha funcionado bien. Así conocí a Eugenio Montejo, Aldemaro Romero y a Carlos Cruz Diez. Incluso a chamas que me gustaban.
Otra de las cosas que tenía era su gran humildad. Con los contactos que tenía y su currículo bien pudo haber sido ministro o tener un cargo de igual o superior notoriedad. Pero me temo que no quería o no le hacía falta. En la misa que hizo el Papa en La Carlota, él pudo haber recibido la hostia del mismísimo Juan Pablo II. Él prefirió compartir la comunión con sus hijos y sus nietos.
Así era él.
Y así marcó mi vida.
Hoy le doy gracias a Dios por el inmenso privilegio de haber sido su nieto y le pido que me de la fuerza que él siempre nos pidió que tuviéramos ante situaciones adversas. Una de las noticias más tristes que he recibido fue cuando me enteré que no había sido admitido en la Universidad Central de Venezuela. Me encerré en un cuarto a llorar por dos días. Cuando me vio así, con el carácter fuerte que lo caracterizaba me dijo “¡Ya está bueno ya Victor Manuel! ¡Usted tiene que afrontar la realidad!”.
No sé si me hubiera dicho lo mismo si me hubiera visto llorar ahora por él.
Sólo sé que ahora cuento con sus recuerdos y su ejemplo de vida.
Y mis manos.
Mis manos que son sus manos.
Aunque creo haber heredado otras cosas de él como su postura jorobada, su forma de caminar y sus largos brazos, sus manos son lo que tengo -y valga la cacofonía- más “a la mano”. Recuerdo que tenía unas manos tan largas que podía recubrir con ellas el reposadero de codos de los bancos de madera de cualquier iglesia. De niño me impresionaba eso. Trataba de imitarlo con mis pequeñas manos pero no podía. Con el tiempo las manos me crecieron y ahora puedo hacer lo mismo. Las manos de mi abuelo son mis manos.
A mi abuelo le debo muchas cosas.
Logré amar a Caracas desde niño, cuando viajaba desde Puerto La Cruz durante las vacaciones escolares. Lo acompañaba a La Florida, al Centro, a hacer diligencias, pero también paseábamos por el Parque del Este, el Museo de Ciencias y Los Próceres. Él me enseñó amar a Caracas caminándola, montado en un carrito, dentro de un vagón del Metro. Me enseñó a amarla palpándola con los pies.
A él le debo ese vicio de tomar café con leche. Cuando me llevaba al Colegio Santa Luisa me compraba un café con leche pequeño tibio, imagino que para que pudiera tomármelo rápido sin quemarme. Porque mi abuelo siempre estaba pendiente de uno, su capacidad de servicio es uno de sus grandes atributos. Ésa era su forma de querernos.
Una de las cosas que también definieron mi vida eran las discusiones que él sostenía con mi padre en la mesa del comedor, luego de algún almuerzo o alguna cena. No exagero al decir que han sido los mejores debates intelectuales que he podido presenciar a lo largo de mi existencia. Ver a dos personas tan inteligentes, críticas y sinceras hablando de política era todo un lujo. En más de una ocasión diferían y hasta se enfadaban, pero de todas formas esos encuentros eran dignos de ser disfrutados y apreciados. Desde pequeño y, aunque ninguno de ellos lo sepan, me dediqué a prepararme para poder participar en esas tertulias. Comencé a leer el periódico, a ver los noticieros para aprenderme los nombres de los ministros, a escuchar la radio para enterarme de las “marramucias” que hacía cualquier funcionario del gobierno.
Con tiempo y preparación logré incorporarme a esas conversaciones. Creo que lo hice bien. Mi abuelo hasta llegó a llamarme “analista político”. La última discusión que tuvimos tuvo que ver con quién ganaría la Alcaldía Mayor. Yo sostenía que sería Leopoldo López. “Yo creo que ahí gana el negro Aristóbulo”, sentenció.
También me enseñó a relacionarme con la gente. A cómo tenía que dar un buen apretón de manos y cómo debía acercármele a cualquier persona que quisiera conocer. Puedo decir, modestia aparte que me ha funcionado bien. Así conocí a Eugenio Montejo, Aldemaro Romero y a Carlos Cruz Diez. Incluso a chamas que me gustaban.
Otra de las cosas que tenía era su gran humildad. Con los contactos que tenía y su currículo bien pudo haber sido ministro o tener un cargo de igual o superior notoriedad. Pero me temo que no quería o no le hacía falta. En la misa que hizo el Papa en La Carlota, él pudo haber recibido la hostia del mismísimo Juan Pablo II. Él prefirió compartir la comunión con sus hijos y sus nietos.
Así era él.
Y así marcó mi vida.
Hoy le doy gracias a Dios por el inmenso privilegio de haber sido su nieto y le pido que me de la fuerza que él siempre nos pidió que tuviéramos ante situaciones adversas. Una de las noticias más tristes que he recibido fue cuando me enteré que no había sido admitido en la Universidad Central de Venezuela. Me encerré en un cuarto a llorar por dos días. Cuando me vio así, con el carácter fuerte que lo caracterizaba me dijo “¡Ya está bueno ya Victor Manuel! ¡Usted tiene que afrontar la realidad!”.
No sé si me hubiera dicho lo mismo si me hubiera visto llorar ahora por él.
Sólo sé que ahora cuento con sus recuerdos y su ejemplo de vida.
Y mis manos.
Mis manos que son sus manos.
Comments
Las palabras de consuelo me parecen tontas al lado de un dolor así, por lo tanto no te las diré. El alma se toma su tiempo para recuperarse, así que eso es lo que hay que darle.
Un abrazo para tí, mi querido.
Kary
Mi sentido pésame para ti y toda tu familia...
Que descanse en paz.
Un fuerte abrazo,
D
Solo me queda a mi, agradecerte por el, por que de verdad me llego lo que escribiste acerca de lo que fue y lo que te hizo ser y, aunque no lo conoci, se que fue un ejemplo de persona para muchos.
Mi sentido pesame Victor.
Un abrazo.
Pul Gabs
Un gran abrazo para todos ustedes mis panas blogueros
Un abrazo
Ojalá tu abuelo desde el cielo pueda leer estas bellas palabras. Estoy segura que siempre te acompañará.
Saludos
Love u
Pelu