Mi abuelo
Hace dos años, durante el Laboratorio de Crónica Urbana, me mandaron un ejercicio de describir un personaje. Decidí escribir sobre mi abuelo, uno de los personajes más importantes de mi vida. Mis compañeros del curso disfrutaron mucho este escrito. Y mi abuelo también. Tanto, que incluso lloró cuando se lo mostré. Tanto, que lo mandó a enmarcar y lo colgó cerca de la mesa del comedor de su casa.
Una guayabera blanca, pantalones de lino grises y un par de zapatos negros Florsheim constituyen la vestimenta diaria de ese personaje malhumorado y sabio, a quien la vida delegó el “cargo” de abuelo: mi abuelo.
Se levanta a eso de las 7 y media de la mañana, y luego de desayunarse un plato de leche descremada con una cantidad exorbitante de Corn Flakes, -que sobresale como un iceberg de ese mar lácteo- se dispone a caminar por el Paseo Los Próceres. Allí llega saludando a sus grandes amigos de la ciudad: los indigentes. “La Negra Esther” que vive con un ejército de nueve cacris que la protegen de todo mal y “El Místico”: un moreno alto con un afro descomunal que, desde lo alto del cerro donde está ubicado el barrio Marín, medita y le canta a los dioses contorneándose como cualquier instructor de yoga del Parque del Este.
Así es mi abuelo. No sólo saluda y habla con todo el mundo sin ningún distingo, sino que los escucha realmente interesado en lo que puedan aportarle a su cultura cotidiana. Es trujillano de nacimiento pero maracucho de corazón, y en sus más de 40 años viviendo en Caracas no ha podido erradicar el “¡Mirá qué molleja!” de su vocabulario.
Mi abuelo también es lo que los psicólogos denominan un individuo “ciclotímico”: su estado de ánimo oscila entre una echadera de vaina hilarante y un mal carácter que, si te agarra desprevenido, seguramente saldrás “berreando” con una almohada en las nalgas al mejor estilo de La Chilindrina –la hija de Don Ramón en la serie mexicana “El Chavo”.
Sin embargo, todo este lado agrio de su personalidad se ve minimizado al lado de su gran capacidad de servicio hacia los demás y su inmensa sabiduría. Discutir de política con él ciertamente es una delicia, ya que su amplio conocimiento -aunado a la calidad de su testimonio presencial- de los eventos que han marcado a Venezuela, hacen que cualquier debate que uno inicie con él sea toda una exquisitez intelectual. Ni hablar de sus comentarios típicos aderezados con ese pragmatismo tan sui generis de la “Tercera Edad”, que hace cuando uno intenta de expresarle alguna opinión que no comparte. “¡Ese Teodoro es un muerto!” me dijo cuando le notifiqué que ese era mi candidato para las próximas elecciones presidenciales. O como cuando traté de decirle lo enigmático que me parecía como personaje el Sub-Comandante Marcos, se me adelantó y me dijo: “¡Ése es un asesino!”.
Trata a todo el mundo de “usted”; y en las cúspides de sus “jodederas” se ríe con tanta intensidad que toda su cara se enrojece, teniendo que sacar un pañuelo blanco del bolsillo derecho de su pantalón, para secar las lágrimas que tímidamente brotan de sus ojos achinados. Su curriculum pudiera tener una vuelta al mundo -gracias a los numerosos viajes que realizó- si no fuese porque nunca visitó al continente asiático: “Es que a mí esos chinos nunca me llamaron la atención”.
Así es mi abuelo; como las personas que, a fin de cuentas, uno más quiere: ésas con las que uno llega por momentos a levitar de la emoción no sin antes habiéndote jodido un poquito.
Una guayabera blanca, pantalones de lino grises y un par de zapatos negros Florsheim constituyen la vestimenta diaria de ese personaje malhumorado y sabio, a quien la vida delegó el “cargo” de abuelo: mi abuelo.
Se levanta a eso de las 7 y media de la mañana, y luego de desayunarse un plato de leche descremada con una cantidad exorbitante de Corn Flakes, -que sobresale como un iceberg de ese mar lácteo- se dispone a caminar por el Paseo Los Próceres. Allí llega saludando a sus grandes amigos de la ciudad: los indigentes. “La Negra Esther” que vive con un ejército de nueve cacris que la protegen de todo mal y “El Místico”: un moreno alto con un afro descomunal que, desde lo alto del cerro donde está ubicado el barrio Marín, medita y le canta a los dioses contorneándose como cualquier instructor de yoga del Parque del Este.
Así es mi abuelo. No sólo saluda y habla con todo el mundo sin ningún distingo, sino que los escucha realmente interesado en lo que puedan aportarle a su cultura cotidiana. Es trujillano de nacimiento pero maracucho de corazón, y en sus más de 40 años viviendo en Caracas no ha podido erradicar el “¡Mirá qué molleja!” de su vocabulario.
Mi abuelo también es lo que los psicólogos denominan un individuo “ciclotímico”: su estado de ánimo oscila entre una echadera de vaina hilarante y un mal carácter que, si te agarra desprevenido, seguramente saldrás “berreando” con una almohada en las nalgas al mejor estilo de La Chilindrina –la hija de Don Ramón en la serie mexicana “El Chavo”.
Sin embargo, todo este lado agrio de su personalidad se ve minimizado al lado de su gran capacidad de servicio hacia los demás y su inmensa sabiduría. Discutir de política con él ciertamente es una delicia, ya que su amplio conocimiento -aunado a la calidad de su testimonio presencial- de los eventos que han marcado a Venezuela, hacen que cualquier debate que uno inicie con él sea toda una exquisitez intelectual. Ni hablar de sus comentarios típicos aderezados con ese pragmatismo tan sui generis de la “Tercera Edad”, que hace cuando uno intenta de expresarle alguna opinión que no comparte. “¡Ese Teodoro es un muerto!” me dijo cuando le notifiqué que ese era mi candidato para las próximas elecciones presidenciales. O como cuando traté de decirle lo enigmático que me parecía como personaje el Sub-Comandante Marcos, se me adelantó y me dijo: “¡Ése es un asesino!”.
Trata a todo el mundo de “usted”; y en las cúspides de sus “jodederas” se ríe con tanta intensidad que toda su cara se enrojece, teniendo que sacar un pañuelo blanco del bolsillo derecho de su pantalón, para secar las lágrimas que tímidamente brotan de sus ojos achinados. Su curriculum pudiera tener una vuelta al mundo -gracias a los numerosos viajes que realizó- si no fuese porque nunca visitó al continente asiático: “Es que a mí esos chinos nunca me llamaron la atención”.
Así es mi abuelo; como las personas que, a fin de cuentas, uno más quiere: ésas con las que uno llega por momentos a levitar de la emoción no sin antes habiéndote jodido un poquito.
Comments
En breve, lo verás en sueños. He comprobado que es allí donde se esconden para acompañarnos -sin que los demás los vean- los que parten y nos dejan llenos de recuerdos.
De todas formas, nunca nos vamos por completo