Starry night
Anoche no dormí.
No pude.
Tenía tiempo que no me pasaba. La última vez que algo logró quitarme el sueño fue un examen de la universidad: el último parcial de Sistemas de Control II. No salí bien, pero pude pasar la materia.
Anoche volví a pensar en ti. Pero fue totalmente distinto a como lo he hecho por estos últimos meses. Anoche no te quise, ni te deseé; no te extrañé, pero tampoco te odié. Anoche, finalmente, me di cuenta del mal que me estaba haciendo seguirte pensando.
Esta mañana me ardían los ojos, me dolía la cabeza y tenía acidez. Supongo que así se manifiesta, en el cuerpo, el dolor del alma. Así se siente tenerte en mi cabeza. Antes como que no reparaba en ello. La solución era simple: emborracharme con mis amigos –quienes, imagino, nunca sospecharon por qué tomaba tan rápido, por qué me apresuraba a que el alcohol hiciera su efecto en mi sangre para que desaparecieras de mi pensamiento por un rato.
Pero anoche fue distinto. Fue como si se juntaran los últimos recuerdos de ti, o mejor dicho: los que no tuve. Los emails que nunca me respondiste, las llamadas que te hice a miles de kilómetros de distancia y que nunca atendiste; los llamados mentales que te hacía cuando algo me recordaba a ti.
Como ese poema de Gonzalo Rojas; esa sonata de Beethoven; cualquier película hablada en alemán.
Y ese cuadro de Van Gogh.
Sí, ese fue el último y más intenso recuerdo que tuve y no tuve de ti. Cuando lo vi en el MoMA casi lloro. Mis padres se extrañaron al ver que se me habían aguado los ojos con tan sólo ver un cuadro tan pequeño. Pero así son los ataques de la memoria, no permiten refugiarte en alguna trinchera, no permiten protegerte con el escudo del orgullo.
Salí de la sala del museo y te llamé desde el pasillo. Quería decirte que ver ese cuadro era verte a ti. Quería decirte que cuando vi ese cuadro en el MoMA tenía otra excusa para que viajaras conmigo a Nueva York, la ciudad que nunca quisiste.
Porque en ese viaje había coleccionado un montón de sitios, imágenes y sabores para que te enamoraras de ella. Te tenía un banco en Central Park donde podíamos sentarnos bajo un árbol que tiene la forma de una mano sosteniendo un cigarro; una tienda de discos de jazz en Harlem atendida por un viejo muy simpático que me aseguró que había sido novio de Nina Simone; un bistró en Chelsea donde preparan el mejor fondant de chocolate que me he comido en toda mi vida.
Sí, nunca te lo conté ni te lo escribí, pero tenía la ilusión de que viajáramos juntos a Nueva York.
De que fuéramos juntos al MoMa.
De verte viendo ese cuadro de Van Gogh.
Pero volvamos a esa última llamada que te hice. Esa que tampoco respondiste. No recuerdo que fue lo que pensé para que me consolara tu no respuesta.
Porque justamente lo contrario fue lo que me pasó anoche, cuando finalmente reparé que debía aceptar el hecho de que hace tiempo ya yo no formaba parte de tu vida. De esa vida libre, esa vida nómada, donde los amores son como esas hojas secas que sueles recoger de los parques y que luego guardas en tu carnet de voyage.
Me habías convertido en una hoja seca.
Pero el tiempo me dio sensatez, que fue lo que me permitió reconocer que lo único que puedo hacer es ahora es seguir adelante. No olvidarte, no pasar la página, no guardarte rencor, pero avanzar.
Recordarte, pero sin dolor.
Recordar que conocerte fue una de las mejores experiencias de mi vida.
Que conocerte me hizo feliz, pero también infeliz. Que conocerte me hizo la mejor persona del mundo, pero también la peor. Que conocerte hizo que por fin entendiera a los que se agarran de mano y se besan en público.
Anoche fue que finalmente pude asimilar todo esto de seguir adelante. Todo eso que me dijeron mil veces mis amigos y familiares.
Seguir adelante.
Lo que pasa es que, aunque reconozco que tengo que hacerlo, la verdad es que no sé cómo hacerlo.
Ese es el problema: nunca me había imaginado un futuro en el que no estuvieses tú.
No pude.
Tenía tiempo que no me pasaba. La última vez que algo logró quitarme el sueño fue un examen de la universidad: el último parcial de Sistemas de Control II. No salí bien, pero pude pasar la materia.
Anoche volví a pensar en ti. Pero fue totalmente distinto a como lo he hecho por estos últimos meses. Anoche no te quise, ni te deseé; no te extrañé, pero tampoco te odié. Anoche, finalmente, me di cuenta del mal que me estaba haciendo seguirte pensando.
Esta mañana me ardían los ojos, me dolía la cabeza y tenía acidez. Supongo que así se manifiesta, en el cuerpo, el dolor del alma. Así se siente tenerte en mi cabeza. Antes como que no reparaba en ello. La solución era simple: emborracharme con mis amigos –quienes, imagino, nunca sospecharon por qué tomaba tan rápido, por qué me apresuraba a que el alcohol hiciera su efecto en mi sangre para que desaparecieras de mi pensamiento por un rato.
Pero anoche fue distinto. Fue como si se juntaran los últimos recuerdos de ti, o mejor dicho: los que no tuve. Los emails que nunca me respondiste, las llamadas que te hice a miles de kilómetros de distancia y que nunca atendiste; los llamados mentales que te hacía cuando algo me recordaba a ti.
Como ese poema de Gonzalo Rojas; esa sonata de Beethoven; cualquier película hablada en alemán.
Y ese cuadro de Van Gogh.
Sí, ese fue el último y más intenso recuerdo que tuve y no tuve de ti. Cuando lo vi en el MoMA casi lloro. Mis padres se extrañaron al ver que se me habían aguado los ojos con tan sólo ver un cuadro tan pequeño. Pero así son los ataques de la memoria, no permiten refugiarte en alguna trinchera, no permiten protegerte con el escudo del orgullo.
Salí de la sala del museo y te llamé desde el pasillo. Quería decirte que ver ese cuadro era verte a ti. Quería decirte que cuando vi ese cuadro en el MoMA tenía otra excusa para que viajaras conmigo a Nueva York, la ciudad que nunca quisiste.
Porque en ese viaje había coleccionado un montón de sitios, imágenes y sabores para que te enamoraras de ella. Te tenía un banco en Central Park donde podíamos sentarnos bajo un árbol que tiene la forma de una mano sosteniendo un cigarro; una tienda de discos de jazz en Harlem atendida por un viejo muy simpático que me aseguró que había sido novio de Nina Simone; un bistró en Chelsea donde preparan el mejor fondant de chocolate que me he comido en toda mi vida.
Sí, nunca te lo conté ni te lo escribí, pero tenía la ilusión de que viajáramos juntos a Nueva York.
De que fuéramos juntos al MoMa.
De verte viendo ese cuadro de Van Gogh.
Pero volvamos a esa última llamada que te hice. Esa que tampoco respondiste. No recuerdo que fue lo que pensé para que me consolara tu no respuesta.
Porque justamente lo contrario fue lo que me pasó anoche, cuando finalmente reparé que debía aceptar el hecho de que hace tiempo ya yo no formaba parte de tu vida. De esa vida libre, esa vida nómada, donde los amores son como esas hojas secas que sueles recoger de los parques y que luego guardas en tu carnet de voyage.
Me habías convertido en una hoja seca.
Pero el tiempo me dio sensatez, que fue lo que me permitió reconocer que lo único que puedo hacer es ahora es seguir adelante. No olvidarte, no pasar la página, no guardarte rencor, pero avanzar.
Recordarte, pero sin dolor.
Recordar que conocerte fue una de las mejores experiencias de mi vida.
Que conocerte me hizo feliz, pero también infeliz. Que conocerte me hizo la mejor persona del mundo, pero también la peor. Que conocerte hizo que por fin entendiera a los que se agarran de mano y se besan en público.
Anoche fue que finalmente pude asimilar todo esto de seguir adelante. Todo eso que me dijeron mil veces mis amigos y familiares.
Seguir adelante.
Lo que pasa es que, aunque reconozco que tengo que hacerlo, la verdad es que no sé cómo hacerlo.
Ese es el problema: nunca me había imaginado un futuro en el que no estuvieses tú.
Comments
ESO MISMO ES.
Ataques de la memoria.
Como no se me ocurrio antes.
Sabes? Tú memoria tiene algo bueno, y es que está de tu lado, te recuerda lo feliz, pero también lo infeliz que fuiste a ratos...
A veces los recuerdos son más traicioneros y te hacen pensar sólo en lo bueno, y terminas sin entender por qué todo se acabó...
Lloré y amé
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