Mi abuela: la fortaleza de la fe
Aún con lo enferma que estaba mi abuela en sus últimos días de vida, nunca le oí darme una respuesta negativa cuando le preguntaba cómo se sentía. “Estoy bien, cada vez estoy mejor.” Sus palabras, aunque difíciles de creer, parecían desafiar a la más dura de las realidades. Y en efecto lo lograron: mi abuela aguantó mucho más de lo que la ciencia misma predijo. En ese sentido, mi abuela sobre-vivió.
Y lo hizo gracias a su fe. No creo haber conocido a una persona más espiritual que ella. La fortaleza que le permitió superar numerosos obstáculos en su vida se la dio su fe: esa esperanza que proporciona la creencia.
Mi abuela, cuando conjugaba el verbo creer, no lo hacía de manera pasiva, esa que hace referencia al quizá, a esa ausencia de certeza. Todo lo contrario, cuando ella creía, lo hacía de manera determinante, encarando a la vida y sus duras circunstancias. Cuando mi abuela cerraba sus ojos, juntando sus manos para hablar con Dios, lo hacía con tal fuerza que la realidad le abría paso a la esperanza.
Mis abuelos marcaron mi infancia y gran parte de mi juventud. Cuando vivía en Puerto La Cruz viajaba a Caracas para pasar las vacaciones con ellos. Muchos son los recuerdos que atesoro de esos meses que pasé con ellos. Sin embargo, ahora no puedo dejar de pensar sino en uno en específico:
Por las noches mi abuela y mi abuelo practicaban un ritual de oración. Antes de acostarse, cada uno se sentaba en el lado de su cama y se disponían a hacer uno de los actos más genuinos de generosidad que pueda existir: rezar por los demás. Este hábito lo practicaban mis abuelos todos los días sin importar las circunstancias. No importaba si hubiesen peleado minutos antes, si llegaban tarde a la casa luego de algún acto de Cursillos de Cristiandad o si se encontraban en otro lugar fuera de Caracas. Este acto de fe ocupaba sus mentes y sus corazones todas sus noches antes de dormir.
Estoy seguro de que muchas de las cosas buenas que se me dieron a mí y al resto de mi familia no hubiesen podido darse sin las sentidas oraciones de mi abuela. Y también estoy seguro de que nunca podré agradecerle lo suficiente por ello.
Escribo estas líneas con profunda tristeza, pero por otro lado también con la certeza de que mi abuela partió directamente al cielo para estar con Dios, ese amigo de ella con el que diariamente conversaba cuando estaba viviendo entre nosotros.
Igualmente estoy seguro de que está feliz porque allá en el cielo también se re-encontró con mi abuelo y de que, juntos, seguirán rezando por nosotros.
Abuela,
Ahora me gustaría dedicarte el final de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler: una sección que ya le había dedicado a mi abuelo. Este pasaje contiene un poema en alemán que se llama “Resurrección” y que en español dice lo siquiente:
¡Resucitarás, sí resucitarás,
polvo mío, tras breve descanso!
¡Vida inmortal te dará quien te llamó!
¡Para volver a florecer has sido sembrado!
El dueño de la cosecha va y recoge las gavillas
¡a nosotros, que morimos!
Oh, créelo, corazón mío, créelo:
¡Nada se pierde de ti!
¡Tuyo es, sí, tuyo, lo que anhelabas!
¡Lo que ha perecido resucitará!
Oh, créelo: ¡no has nacido en vano!
¡No has sufrido en vano!
¡Lo nacido debe perecer!
¡Lo que ha perecido, resucitará!
¡Deja de temblar! ¡Prepárate para vivir!
¡Oh, dolor! ¡Tú, que todo lo colmas!
¡He escapado de ti!
¡Oh, muerte! ¡Tú que todo lo doblegas!
¡Ahora has sido doblegada!
Con alas que he conquistado
en ardiente afán de amor,
¡levantaré el vuelo hacia la luz
que no ha alcanzado ningún ojo!
¡Moriré para vivir!
¡Resucitarás, sí, resucitarás,
corazón mío, en un instante!
Lo que ha latido,
¡habrá de llevarte a Dios!
Para mí, así es como suena el cielo:
allá donde ahora estás con mi abuelo.
Comments
Creo que me sequé de tanto llanto :(
Love uuu