Una mesa más, dos solitarios menos (V)
En estos días compartí una mesa con Clara: una argentina fascinante que me reveló, con su verbo contundente y sabio, una particular teoría del amor. Escuchar a la soberbia pero encantadora Clara me dejó inflado de optimismo. (Imagino que es lo que sucede cuando se escucha hablar de amor en la manera en la que ella lo hizo.)
Clara (C): Vos no sos de acá.
Yo (Y): No, soy de Venezuela.
C: Ah, mirá… ¿te puedo hacer una consulta?
Y: Sí, claro.
C: ¿En qué estabas pensando antes de que me sentara?
Y: ¿En qué estaba pensando? No sé.
C: Claro que sabés, andabas con la mirada perdida. Hasta un poco triste, diría yo.
Y: Umm, entonces seguramente estaba pensando en una chica, en la última chica que quise.
C: Pero que ya no te quiere…
Y: Sí, algo así.
C: Pues no, ella te sigue queriendo, y tú la sigues queriendo a ella. Si no lo hicieras, entonces no hubieras tenido esa cara.
Y: Tiene razón: la sigo queriendo.
C: Uno no deja de querer, muchacho... El amor es una fuerza muy grande; es una energía: nunca se destruye. En mi vida yo nunca he dejado de amar, pero no por que quiera, sino porque no he podido hacer otra cosa. Uno no deja de amar.
Y: Tengo que confesarle que dice todo con gran convicción. No sé por qué, pero se me hace imposible contradecirle.
C: Primero, tratame de vos. Segundo, sé de lo que te hablo porque es lo que he vivido. Siempre amé a mis padres y comencé a estar de novia con pibes desde muy chica, y desde allí no he dejado de querer: a maridos, a mis amigas del barrio y de la facu, a mis hijas. Así que confiá en mí: tengo experiencia en esto de amar.
Y: Claro que confío. De hecho hasta me gustaría saber si tendría algún consejo para mí.
C: Que no dejés de querer. No sé qué pasó con esta chica que te tiene así, pero por más daño que te haya hecho, o que tú le hayas hecho a ella porque no conozco la historia, nunca dejés de querer.
Y: Sí, bueno-
C: Contame qué pasó.
Y: Nos enamoramos en Nueva York que era donde yo vivía el año pasado, pero ella vivía en España. Intentamos querernos a distancia, pero no funcionó. Ella siguió con su vida: empezó a salir con otro chico. Yo intenté seguirla, pero no pude irme a vivir a España... No se pudo. Por eso estoy así.
C: Bueno… No sé si te sirva de consuelo, pero me pasó algo parecido a lo tuyo.
Y: ¿Sí? ¿Y cómo terminó?
C: Terminó bien porque terminamos juntos: nos casamos por segunda vez.
Y: ¡Qué bien!
C: Estuve casada con el Fabio por doce años, pero le pedí el divorcio. En el interín tuvimos dos nenas fantásticas, pero yo quería otra cosa y decidí terminarlo.
Y: ¿Y cómo lo tomó él?
C: Y mal, pero no lo sorprendió. Yo soy una mujer difícil. Y por eso volví locos a muchísimos pibes. Ahora porque me ves gorda y arrugada, pero en mis tiempos yo tenía mi cuerpo y mi carácter. El Fabio siempre supo que no me tendría por mucho tiempo.
Y: ¿Qué pasó después?
C: Y cada uno siguió con su vida... Él salió con minas mucho más jóvenes que yo: fue su manera de vengarse, y me dolió la verdad. Yo tuve una relación con un tenor: me encanta la ópera. Pero no duró nada. Los artistas son muy raros. Y también decidí terminar eso.
Y: ¿Cómo volvieron a casarse?
C: Nos divorciamos en mil nueve noventa y cuatro… Y nos volvimos a casar hace cuatro años, así que pasamos catorce años separados: él con la fantasía de sus minas y yo con la fantasía de mi artista. Una noche nos encontramos en el (Teatro) Colón, viste que como a él y yo nos gusta la ópera, pues coincidíamos en el Colón o en el (Teatro) Avenida. Esa última vez que nos encontramos en el Colón nos vimos solos: yo había terminado lo mío hace años y él se cansó de que las minas le gastaran su guita. Nos saludamos al entrar, cómo no, todo muy cordial. Luego vino la ópera y viste que en esas dos horas y media no dejé de pensar en él en ningún momento. Al salir volvimos a coincidir y me le acerqué, lo tomé del brazo y le dije: “Fabio, sé que detestas a Puccini y que no te gusta salir de casa los domingos; que el hambre te quita el humor y que no podés vivir sin jamón crudo ni vino tinto en la heladera: te conozco.” Y terminé diciéndole: “No te voy a pedir disculpas por lo que pasó antes porque sabes que no creo en Dios, pero no tenemos por qué estar solos si podemos estar juntos. No sé cómo lo manejás vos pero yo, sola, no quiero estar más”.
Y: ¿Y qué dijo él?
C: Y nada.
Y: ¿Nada?
C: ¡Es que no podía decir nada porque se puso a llorar como un nene!
Y: Ah…
C: Sí, el Fabio siempre estuvo enamorado de mí, así que viste que no tenía otra opción. Al final nos abrazamos, y en ese abrazo… en ese abrazo encontré todo, en ese abrazo supe que había hecho lo correcto, en ese abrazo estaba todo lo que extrañaba del Fabio en esos catorce años… Así que me lo llevé a casa y al otro día se lo contamos a las nenas. Les dijimos: “chicas, somos una familia otra vez”.
Y: ¡Pero qué bella historia!
C: Bueno… no sé si bella, pero verdadera sí que lo es. ¿Viste por qué te digo que uno nunca deja de querer?
Y: Claro.
C: Escuchame, mirá lo que tenés que hacer: nunca dejés de querer. Si no podés estar con esa chica, seguí queriendo a otras. Y dejala a ella que siga queriendo también. Pasa que la vida sigue, pero nosotros no tenemos por qué dejar de querer. Eso sí: ni tú ni ella dejarán de quererse, nunca. Y de eso te darás cuenta si alguna vez la llegas a ver otra vez. Mirá, si yo, una vieja divina y orgullosa que se tenía por independiente y bohemia, volvió a querer como una pelotuda a su primer marido, ya está, no hay nada imposible, ¡chao!
Y: Es verdad.
C: Y dejá esa tristeza. Viste que ya con la de nosotros los argentinos basta.
Y: ¡Claro!
C: Y si la llegas a ver a esta chica otra vez, no se te vaya olvidar abrazarla, ¿eh? Prestale atención a lo que te diga ese abrazo. Viste que hay abrazos que cambian vidas…
Y: Eso no se me olvidará.
C: No dejés de querer y sonreí, pibe, ¡sonreí que te sonreís lindo!
Y: Jajaja
Acá puedes leer las cuatro primeras entregas de esta serie:
Una mesa más, dos solitarios menos (I)
Una mesa más, dos solitarios menos (II)
Una mesa más, dos solitarios menos (III)
Una mesa más, dos solitarios menos (IV)
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