El paseo más lindo
Amo caminar.
Pocas cosas me relajan tanto como recorrer las calles de la ciudad con la ayuda de mis pasos.
La importancia de caminar en mi vida ha sido muy grande. Aprendí a querer a Caracas caminándola de la mano de mi abuelo cuando era niño. Amé vivir en Nueva York porque caminarla me generaba un placer inmenso. Decidí entre otras cosas venirme a vivir a Buenos Aires porque mi amiga Estrella me aseguró: “Acá puedes caminar con calma”.
Cuando vivía en Nueva York tenía un recorrido favorito: subir por Broadway desde Times Square (calle 42) hasta el Columbus Circle (calle 59). Mi caminata era musicalizada por Julian Casablancas, Green Day o Kanye West; en fin, cualquier música que me proveyera formas sugerentes de pulso urbano.
Nueva York también fue el escenario del paseo más lindo de mi vida: uno en el que me enamoré.
Ese paseo por poco no se dio, es decir, yo no tenía planeado –ni mucho menos pensaba- enamorarme a lo largo de esa mágica madrugada.
Esa tarde yo paseaba con un grupo de amigas por Union Square. Entre ellas había una española: la chica de la que me enamoré. Ella tenía que encontrarse con otras amigas en un bar que quedaba en el Lower East Side, pero no estaba ubicada y temía perderse, así que yo me ofrecí a llevarla.
En principio lo único que iba a hacer era dejarla, pero en lo que llegamos vimos que cada una de sus dos amigas estaba con un chamo. En ese momento la española me pidió que me quedara y la acompañara, pues temía que no se iba a sentir cómoda si se quedaba sola; yo accedí.
Nos tomamos unas cervezas con ellos hasta que decidieron irse a otro lugar. La española y yo decidimos quedarnos en el bar. Tomamos más cervezas y hablamos: comenzábamos a pasarla bien.
A la española la había conocido un par de días antes. Y aunque ciertamente me parecía atractiva, no había nada en ella que me hiciera sentir que me gustaba. Hasta esa noche, claro.
En algún momento de nuestra conversación, la española sacó su celular y me mostró fotos de Salamanca (su ciudad natal), su familia y sus amigos. Mientras escuchaba relatos de su vida, narrados en irresistible acento castellano, caí en cuenta de lo mucho que me sentía a gusto con las españolas: antes de conocerla ya me había enamorado de un par de sus compatriotas.
Salimos del bar un poco emocionados, y no sólo por las cervezas. Algo comenzaba a darse entre nosotros: confianza, sonrisas genuinas, una alegría incipiente.
El hotel donde se estaba quedando la española quedaba en la calle 47 y 4ta avenida, y nosotros estábamos en la calle 11 y 1era avenida., así que a ella le convenía tomar la línea L, cuya estación estaba sólo un par de cuadras más arriba.
Ella me pidió que la acompañara hasta la estación, pero tanto ella como yo sabíamos que mentía: al final ella no tomó el metro, sino que terminamos caminando más de treinta cuadras hasta llegar a su hotel.
La evolución del paseo se dio así: comenzamos caminando separados, luego a ella le dio frío (yo la cubrí con mi chaqueta y mi brazo izquierdo), luego ella sacó su iPod y caminamos juntos y muy cerca. Cantamos, nos acercamos más, nos reímos mucho.
Al llegar a su hotel nos despedimos. Ella se quejó de que los no-españoles como yo no se despedían bien: con un beso dado en cada lado de la cara. Yo le prometí entonces que iba a hacerlo bien. Luego de darle los dos besos muy correctamente, acerqué su cara a la mía y la besé en la boca: la española era ahora mi española.
Así concluyó el paseo más lindo de mi vida, con el comienzo de un amor.
Así concluyó la noche que me cambiaría -y que lo cambiaría- todo: para siempre.
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