Otros brazos


En una de estas noches salí muy tarde del trabajo: muy tarde, muy cansado y muy solo -como pronto habría de descubrirlo.


Al entrar al colectivo que me llevaría a casa, noté que el único asiento libre estaba al fondo: en el medio de la última fila donde están dispuestas 5 butacas. Aunque evito sentarme allí -dada la proximidad de los asientos-, estaba muy agotado como para pasar los 20 minutos del viaje de pie.

Decidí entonces sentarme en ese asiento. A mi izquierda tenía un par de individuos con aspecto de albañiles, a mi derecha tenía dos chicas: ¿amigas?, ¿novias?; no pude descifrarlo. Una cubría con sus brazos a la otra, quien parecía de lo más cómoda reposando en una especie de nido de cariño. Si se le añade el hecho de que comienza a hacer frío en Buenos Aires en esta antesala al otoño, la postal entonces asume un genuino color de calidez.

Tenía mucho sueño; me dolían la espalda, las rodillas, los pies; en ocasiones los ojos se me cerraban: estaba exhausto. Cuando suelo sentarme en la ventana al menos puedo apoyarme en ella si me quedo dormido, pero en esta oportunidad debía estar atento, pues podía terminar posando mi cabeza en los hombros de las personas que tenía a mis lados.

En algún instante, la batalla en ese pendular entre el sueño y la alerta se me hizo casi imbatible y por poco terminé poniendo mi cabeza en una de las chicas. Por fortuna logré reaccionar a tiempo y me enderecé, pero justo en ese momento sufrí una aguda, inevitable y profunda soledad.

En ese momento desée con intensidad que me
envolvieran
acobijaran
calentaran
consintieran
reconfortaran.


En ese momento deseé con intensidad que me quisieran otros brazos.  

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