Amar, aprender y padecer a Picasso
Pocas cosas me hacen sentir tanto placer como leer sobre las vidas de los artistas. Últimamente reconozco que he sentido una especial debilidad por esas memorias escritas por los allegados a esos artistas. Leer los tomos de Robert Craft sobre Stravinsky, Oscar López Ruiz sobre Piazzolla y Jennifer Clement sobre Basquiat me han regalado momentos alegres de aprendizaje.
Sospecho que ese placer está fundamentado por la intimidad que brindan esos relatos. A fin de cuentas es la puesta en papel de un exclusivo atisbo de las vidas de los más grandes creadores.
En estos días tuve la oportunidad de leer una de las memorias más cándidas, reveladoras e inspiradoras que he tenido la fortuna de encontrarme: Life with Picasso, un testimonio redactado por Francoise Gilot, uno de los -tantos- amores de Picasso.
Ahora bien, no es tanto amor lo que uno se encuentra en esas páginas, de hecho no hay muchas líneas dedicadas a describir el afecto que sentía Gilot por el artista malagueño. Lo que Gilot supo articular, de manera cercana, delicada y atractiva, fue admiración.
Más que una mera acompañante, la postura de Gilot adopta en general la silueta de discípula; y la de una testigo muy aguda y perceptiva, ya que fue capaz de registrar manías, hábitos, desmanes y verdaderos tratados sobre pintura, cerámica y escultura del objeto de su afecto.
Registrar la agudeza y la profunda auto-conciencia de su genio fue lo que más me sorprendió de este libro, ya que la dimensión intelectual de Picasso me era desconocida, incluso insospechada, al menos de lo que conocía de las otras biografías que había leído. Sin embargo, el atributo más valioso de Life with Picasso son las maravillosas y valiosísimas reflexiones sobre el oficio de artista que hace el pintor español.
Otra de las bondades de este libro son los veredictos que Picasso propina sobre sus amigos -y no tan amigos- de la época. Descubrir las favorables opiniones de artistas como Braque, Brassai, Matisse y Chagall y el desdén que siente por otros como André Gide y Borbón es ciertamente delicioso. La malicia y la astucia con la que Picasso abordaba a los mercantes y curadores también es fascinante: Picasso no firmaba las obras hasta terminarlas porque sabía que sin su firma no valían nada.
No todo es color de rosas, naturalmente. Bien conocidos son los desmanes tiránicos y misóginos de Picasso. Gilot no se los guarda, sino que devela numerosas ocasiones en las que fue víctima de su despotismo. Las confesiones que comparte al final de su relación resultan particularmente hirientes.
Otro dato interesante viene dado por los relatos en los que su casa y estudio estaban abiertos a toda hora: dejando libertad para visitas, interrupciones, y todo tipo de percances. Lejos de distraerlo, Picasso aseguraba que todo ese frenesí social lo energizaba.
Gilot ha sido capaz de relatar un perfil fascinante, uno que encarna al mismo tiempo la bendición y la maldición de estar en la órbita de uno de los indiscutidos genios del siglo XXI: ser testigo de excepción y también la sombra de una figura de semejante estatura (Gilot prácticamente suspende su producción creativa al estar a su lado).
Picasso, al empezar a salir con Gilot, le aseguró que su vínculo los ayudaría a los dos a “aclarar” sus vidas. Y tenía razón: Gilot supo después convertirse en una artista con renombre propio, la única que no le tuvo miedo a Picasso, o como a ella misma le gusta decretar: la única que supo decirle que no.
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