Los que buscamos belleza



En estos días me tocó ir a una biblioteca para investigar sobre mi tesis. Al llegar, me acerqué a la recepción para preguntarle a la encargada si podía recomendarme un libro sobre Jean Cocteau: el escritor sobre el que necesitaba leer. 


Una señora que estaba a mi lado escuchó mi solicitud y me preguntó, con sorpresa, por qué tenía que leer sobre Cocteau. Yo le comenté que debía hacerlo para mi tesis. Ella me preguntó sobre mi tema y en seguida nos pusimos a hablar de ello con entusiasmo por algunos minutos.

Nuestro emocionante diálogo se vio truncado cuando la encargada vino a traerme el libro que me había recomendado. Busqué una mesa para sentarme y poder leer.

Luego de un par de horas de haber estado leyendo sentí que estaba un poco saturado, y empecé a guardar mis cosas en el bolso para irme. En ese momento se me acercó la señora y me preguntó qué tenía planeado hacer en ese momento. Le dije que nada, que pensaba ir a casa. Ella me preguntó entonces si podía invitarme a merendar. Yo, sorprendido y conmovido por la oferta, acepté.

La señora se llamaba Giselle (pronunciado Shiselle, en perfecto porteño) y calculo que estaría en el final de sus 60. Lo primero que llamó mi atención fue su manera de hablar: con pausa, bajo en volumen y tono, y con frases construidas con impresionante precisión. Hablaba como si alguien estuviera leyendo un ensayo muy bien escrito en voz alta: repleto de referencias cultas, de afinados detalles, y de mucho vivir. Y si bien Giselle hablaba bastante, también me sorprendió la esmerada atención que me prestaba cuando yo le decía algo.

- Sentate -me ordenó en lo que llegamos a una confitería que quedaba a dos cuadras de la biblioteca-, que yo me encargo de escoger las facturas. Así era Giselle: sutilmente imponente. Nuestra conversación duró alrededor de dos horas: un tiempo atestado de sabiduría que traté de retener con esfuerzo. Lo que ahora les comparto son los fragmentos más notables de esa clase maestra de vida que Giselle –y Buenos Aires- me regaló.

Nosotros buscamos belleza: es lo que hacemos, ya sea escribiendo como vos o viendo arte en un museo o sobre un escenario. Y eso, como todo en la vida, tiene algo bueno y algo no tanto. Lo bueno: que en nuestra búsqueda algunas veces nos vemos recompensados. Lo “no tanto”: que eso nos hace extraordinarios. Nosotros somos salmones, y permitime por un momento ese odioso lugar común. Porque sí, ahí andamos contra la corriente, viste, haciendo un esfuerzo que desgasta porque en esto, en esto de buscar belleza, estamos solos. Esta búsqueda exige e implica soledad.

Yo nunca me casé, pero eso no significa que no amé. No, yo amé, y muchas veces. Amé a varios hombres, y de varias partes del mundo. Y hasta llegué a vivir con algunos. Ahora, ¿qué pasó?: y, que se tornó muy difícil, bien sea por mí, por ellos o por los dos, que viste que es terrible. En todo caso: que el sentido de vivir y de seguir juntos se desvaneció. Y sí, hay veces en que hay que quebrarse para seguir enteros. Y también amé en secreto: la mayoría de las veces que uno verdaderamente ama es en secreto.

Yo nunca he sabido qué hacer con mi vida, y eso me atormentó cuando era joven, hasta que ya no. Porque luego te das cuenta de que el no saber te permite descubrir y sorprenderte. Lo único constante en mi vida han sido mis pasiones: la literatura, la música, y bueno, mi amor por el dulce. Lo demás fueron obsesiones transitorias, varias de las que llegué a avergonzarme: la iglesia y un par de hombres, por ponerte dos ejemplos. Pero luego con el tiempo aprendés a sentirte orgullosa de tus obsesiones, porque incluso cuando fuiste estúpida persiguiéndolas al final terminás saliendo airosa, y cuando digo airosa quiero decir que terminás más inteligente.

La soledad dejala para cuando tengas esta edad. Pero a la tuya, la soledad evitala. Este es tu momento para estar con alguien: para salir con alguien, para compartir con alguien, y ¿sabés qué?, hasta para vivir con alguien. ¡Intentalo!: salí, seducí, enamorate, sentí. Este es el momento para todo eso: para que te equivoques y aprendas. Si yo pudiera hablar con la nena que yo era a tu edad le diría: ¡no lo pensés tanto, querida!, ¡decidite y hacelo!, que algo bueno vas a sacar de eso. 

Nací en Buenos Aires, viví toda mi vida en Buenos Aires y moriré pronto en Buenos Aires. Vos podés decir entonces: ah, bueno, Buenos Aires es tu ciudad. Y sí, lo es, pero tampoco lo es. Escuchame: la idea de ciudad, del lugar donde vives y eres, es una construcción mental que está reforzada por lo físico, por lo espacial, pero no definida por ello. La imagen que vos tenés de Caracas no es real, sino que es un producto de memoria y de emoción, que a su vez es ficción. Lo que pasa es que los lugares, a lo que me refiero como los espacios, reafirman esa noción; es como si acentuaran lo que tú quieres que esa ciudad sea. Pero no, esa ciudad, tu ciudad, al final no existe.

El ballet es mi arte favorito. Y creo que me gusta tanto porque no tiene explicación. Vos decime, ¿cómo explicás que unas minas y unos pibes tengan que hacer unas poses tan difíciles, vestidos con atuendos tan ridículos y al final te conmuevan tanto? No hay palabras, sólo movimiento y música. Vos sólo tenés tu cuerpo para expresarte. Insisto: el ballet no se puede explicar. ¿Viste cuando publican las críticas en los diarios? Eso no tiene sentido. Pero decime, ¿cómo explicás que cada vez que voy al ballet lloro como una nena sin entender nada de lo que estoy viendo?

Si el amor es sincero, sentílo. Y si no, huí de él. El amor puro es hermoso, mientras que el fingido es peligroso. Lo difícil es identificar la diferencia, pero no te hagás problema: con el tiempo lo sabrás. A veces pensamos que tenemos que amar a alguien, y ¿sabés qué?, ¡que a veces hasta nos convencemos de ello! Y eso está mal. Ahora, por el otro lado hay veces, viste, que amamos sin explicación, sin saber por qué. Y como no le encontramos sentido, como no podemos convencernos de cómo llegamos a sucumbir ante él, al final decidimos no hacerlo. Y eso está mal. Mi consejo: sincerate. Si te gusta una mina, si realmente te gusta una mina, invitala a salir, pero sólo hacelo si lo sentís. De lo contrario ni pierdas tu tiempo. Confiá en lo que sentís y no le busques tanta explicación.

Comentarios

Ora dijo…
¡Qué belleza, Víctor! Dile a Giselle, que gracias a ti, me ayudó a mí. "Mi consejo: sincerate. Si te gusta una mina, si realmente te gusta una mina, invitala a salir, pero sólo hacelo si lo sentís. De lo contrario ni pierdas tu tiempo. Confiá en lo que sentís y no le busques tanta explicación." Yo necesitaba leer eso para dejarme de tanta vuelta y tanta culpa. Él que es, es y él que no, no. Gracias, Vi.

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