Ir a comer en Güerrin



Cada vez que debo hacer alguna diligencia por el centro de Buenos Aires procuro premiarme con una visita a Güerrin: una de las pizzerías más famosas de la ciudad.

Las pizzas son muy buenas, pero vamos, tampoco son gran cosa. Lo que sí encuentro excepcional es la experiencia de ir a comerlas allí. Si yo tuviera que dar un ejemplo de algo bien porteño, yo tendría que mencionar “ir a comer en Güerrin”.

Nótese que no dije “comer”: dije “ir a comer”. La diferencia no es sutil. Para poder vivir a plenitud esa experiencia es necesario cumplir con el preludio de caminar unas cuadras por Corrientes antes de llegar al lugar. Sólo así se podrá llegar a formar parte –aunque sea por unos minutos- del revoltoso pulso de Buenos Aires.

Entrar al lugar es incorporarse a un particular frenesí urbano. Güerrin siempre está lleno, sobre todo si vas en hora pico. Así que justo luego de abrir la puerta cada una de tus acciones adquiere cierta urgencia: hacer la cola sin distraerse, ordenar con precisión, pagar con celeridad, retirar con cuidado las porciones de pizza (yo siempre pido dos de “Muzza”), pedir la bebida en la sección contigua (yo siempre pido una “Coca común”) y luego buscar con apremio un espacio para comer sobre una de las barras.

El apuro lo sientes hasta cuando estás comiendo. Y no sólo porque el lugar siempre está atestado y sientes que no debes dedicarle a tu comida más tiempo que lo necesario, sino porque en este punto ya te has convertido en un músico que diligentemente sigue el ritmo que impone el ambiente.

Los aromas que emana el interior del lugar acechan: desde al principio (al entrar) hasta al final (al salir, e incluso luego porque se instalan en la ropa por un tiempo). Al estar en Güerrin se percibe una envolvente mezcla de sustancias que es difícil de de-construir -al menos en una primera impresión. Con el tiempo, y algo de esfuerzo, es que logras identificar sus elementos con el limitado acierto de la sospecha: aceite, harina horneada, queso derretido, los guisos que sazonan las entrañas de las empanadas, los vegetales cocidos que adornan las superficies de algunas de las pizzas. Güerrin huele a una culpa inevitable y placentera.

Los sonidos también le añaden dinamismo a la escena. La percusión que se da entre materiales diversos sigue una particular síncopa de cierta lógica abstracta, pero lógica al fin: el vidrio de las botellas de gaseosa o de cerveza sobre las barras, de los moldes metálicos de pizzas que retumban sobre el mostrador, de los tenedores y cuchillos que reposan en bandejas de aluminio, de esos mismos tenedores y cuchillos que cortan las porciones de las porciones que se engullen; y las cosas que se escuchan…

Si bien la mayoría de los que comen sobre las barras son individuos que pertenecen  a esa raza tan urbana de solitarios, muchos vienen también acompañados y entonces los diálogos abarcan temas exclusivamente porteños:

Anoche afanaron a Boca.

¿Podés creer a cuánto llegó el dólar blue ayer?

Se largó por la tarde y no sabés lo que tardé en llegar a Banfield, ¡me quería morir!

¿Viste lo que dijo el pelotudo del gordo Lanata anoche? ¡Es un hijo de puta!

A la loma del orto lo mandé a mi terapista.


Ir a comer a Güerrin es una vivencia gustosa. Lo que pasa es que su inherente premura no nos permite ganar conciencia de lo que ella significa. Sin embargo, si procuramos prestarle una afinada atención a lo que nos rodea (que fue lo que motivó a que me escribiera esto), es mucho lo que esta vibrante experiencia tiene que decirnos.

Si quieres vivir algo bien porteño, ve a comer a Güerrin. Durará poco, será intenso y hasta podrás llegar a sentirte un poco atolondrado, pero le habrás tomado el pulso a esas fascinantes palpitaciones que brotan desde el corazón mismo de la ciudad.

Comentarios

Anónimo dijo…
No es reclamo pero no me llevaste a comer ahí :)
Anónimo dijo…
A mi tampoco :(

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