La última lata de Pirulin
Mis padres siempre me traen varias latas de Pirulin cuando me visitan en Nueva York. El chocolate de mi país es una de las cosas que más extraño viviendo fuera de él. Cuando tengo mis latas de Pirulin procuro disfrutarlas al máximo, tratando a la vez de administrarlas para alargar el enorme placer de saborear tan delicioso manjar. Sin embargo, algo particular ocurre cuando me queda una sola lata de Pirulin: cuando me queda la última lata de Pirulin.
Sólo abro la última lata de Pirulin cuando sé que mis padres o mi hermana están por venir con más suministros de tan preciado bien. De lo contrario, dicha lata queda cerrada, llena, intocable. Al principio no lograba hallarle explicación a esta reacción tan instintiva, natural y ciertamente inevitable, pero luego de casi año y medio finalmente di con un argumento que justificara tan peculiar comportamiento.
Descubrí que no abrir esa última lata de Pirulin responde a efectos de mi tranquilidad mental. Saber que todavía cuento con una lata de Pirulin es mucho más reconfortante que comérmela. Para mí resulta mejor tener algo que quedarme sin nada. Es muy parecido a lo que me pasa con la esperanza: me aterra saber que se me ha acabado.
Poco después de llegar a Nueva York asistí a un foro de artistas que hablaban sobre sus procesos creativos viviendo en el exilio. Uno de ellos, un cineasta nacido en Afganistán, dijo que cuando uno salía de su país para vivir en otro estaba renunciando a su felicidad para siempre.
La frase quedó resonando dentro de mí por mucho tiempo; quizá demasiado. Y aunque el indiscutible extremismo de la sentencia haría muy fácil desecharla, la inquietante pizca de sentido que pude encontrar en ella me hizo imposible olvidarla. (De hecho, durante mi estadía en Nueva York le he dado la razón al afgano en no pocas ocasiones.)
Eso no quiere decir que no haya sido feliz acá en Nueva York. Por el contrario, lo he sido, y mucho; pero la relación con mi felicidad ha sido un proceso arduo que ha requerido de esfuerzo, tiempo y de eso que la gente mayor suele llamar madurez. Vivir fuera de mi país me ha llevado a redefinir mi felicidad.
El cineasta afgano contó que se vio obligado a salir de su país luego de recibir amenazas de muerte por las connotaciones políticas presentes en el cine que estaba haciendo. Visto desde ese punto de vista pudiera entenderse la naturaleza de su temeraria declaración. Aun cuando yo no haya salido de mi país amenazado de muerte, (en todo caso la inseguridad es la que se encarga de amenazar de muerte a todos los habitantes de mi amada ciudad natal de Caracas), considero que puedo llegar a entender la severidad de su revelación.
Me voy a tomar la libertad entonces de categorizar esa felicidad a la que se refería el afgano. Voy a denominarla una felicidad original: una felicidad sólo posible viviendo en tu país de origen. Y, lo que quizá sea más importante, una felicidad que consiste de estar en tu país de origen junto a las personas que más quieres. Si bien yo extraño profundamente a Caracas, lo que más extraño es sentarme a hablar con un pana en un café de Altamira o ir a la fiesta de cumpleaños de uno de mis primos. En ese sentido, yo sí creo que efectivamente estemos renunciando a esa felicidad cuando salimos del país que nos vio nacer.
Una de las cosas que he descubierto viviendo en Nueva York es que las veces en las que más feliz me he sentido es cuando vienen mis padres, mi hermana o un amigo de visita a la ciudad. Es como si estuviese disfrutando de una pequeña porción de esa felicidad original a la que hacía mención anteriormente.
De manera que para ser feliz viviendo fuera de tu país resulta imperativo redefinir tu felicidad. De lo contrario se estaría cayendo de manera irresoluta -y hasta algo conciente- en la infelicidad. Una infelicidad en la que es muy fácil de caer (yo lo he hecho) pero que también requiere de un esfuerzo por parte de nosotros (los que vivimos fuera de nuestro país) en evitarse.
Esa felicidad redefinida consiste en intentar hacer, a la distancia, esas cosas que te hacían feliz en tu país natal. Si quiero hablar con un pana de Venezuela, pues hablo con él por Skype o le hago una llamada por teléfono con una de esas tarjetas internacionales. Si quiero comer un sabroso plato de mi país, pues voy a uno de los restaurantes de comida venezolana acá en Nueva York. Al enterarme de que uno de mis amigos viene de visita, intento disfrutar al máximo su presencia: hablo con ellos, los escucho, los abrazo, sonrío. (Y si sé que tengo la oportunidad de ir a Venezuela, me planifico con tiempo para hacer todas las cosas que sólo puedo hacer estando en mi país.)
Esa felicidad entonces es reestructurada y trasladada con el único objetivo de ser vivida. No será lo mismo, pero vale la pena hacer el intento por experimentar lo más cercano a ella.
No es fácil. A veces, resulta profundamente doloroso. Los dos viajes de regreso que hecho de Caracas a Nueva York y las despedidas de amigos y familiares que pasan algún tiempo en la ciudad los he sentido como pequeños funerales: pérdidas emocionales de las que me cuesta un buen tiempo recuperarme. Como dice mi genial y gran amiga Carla Candia Zamora: "cada vez que vuelvo de Venezuela llego como incompleta, siento como si algo de mí se hubiese quedado allá." De todas formas, este proceso, el re-planteamiento de nuestra felicidades, aunque requiera de paciencia y mucha determinación, tampoco es imposible.
Por más difícil que sea, no hay excusas para dejar de ser feliz fuera de tu país. El amor que sientes hacia tu familia, tus amigos y tu país, es tan fuerte que da para superar los diferentes y existentes obstáculos que proporciona la distancia. En el intento por seguir siendo felices le estamos siendo fieles a ese amor que sentimos por lo que -y por los- que dejamos atrás.
Mientras tanto, mientras trabajo en tratar de ser feliz fuera de mi país, esa última lata de Pirulin quedará allí: cerrada, llena, intocable, como la esperanza de que mi felicidad original, en Venezuela, con la gente que quiero en Venezuela, vuelva a existir y volvamos a ser felices como antes.
Y volvamos a ser felices como siempre tuvimos que haberlo sido.
Sólo abro la última lata de Pirulin cuando sé que mis padres o mi hermana están por venir con más suministros de tan preciado bien. De lo contrario, dicha lata queda cerrada, llena, intocable. Al principio no lograba hallarle explicación a esta reacción tan instintiva, natural y ciertamente inevitable, pero luego de casi año y medio finalmente di con un argumento que justificara tan peculiar comportamiento.
Descubrí que no abrir esa última lata de Pirulin responde a efectos de mi tranquilidad mental. Saber que todavía cuento con una lata de Pirulin es mucho más reconfortante que comérmela. Para mí resulta mejor tener algo que quedarme sin nada. Es muy parecido a lo que me pasa con la esperanza: me aterra saber que se me ha acabado.
Poco después de llegar a Nueva York asistí a un foro de artistas que hablaban sobre sus procesos creativos viviendo en el exilio. Uno de ellos, un cineasta nacido en Afganistán, dijo que cuando uno salía de su país para vivir en otro estaba renunciando a su felicidad para siempre.
La frase quedó resonando dentro de mí por mucho tiempo; quizá demasiado. Y aunque el indiscutible extremismo de la sentencia haría muy fácil desecharla, la inquietante pizca de sentido que pude encontrar en ella me hizo imposible olvidarla. (De hecho, durante mi estadía en Nueva York le he dado la razón al afgano en no pocas ocasiones.)
Eso no quiere decir que no haya sido feliz acá en Nueva York. Por el contrario, lo he sido, y mucho; pero la relación con mi felicidad ha sido un proceso arduo que ha requerido de esfuerzo, tiempo y de eso que la gente mayor suele llamar madurez. Vivir fuera de mi país me ha llevado a redefinir mi felicidad.
El cineasta afgano contó que se vio obligado a salir de su país luego de recibir amenazas de muerte por las connotaciones políticas presentes en el cine que estaba haciendo. Visto desde ese punto de vista pudiera entenderse la naturaleza de su temeraria declaración. Aun cuando yo no haya salido de mi país amenazado de muerte, (en todo caso la inseguridad es la que se encarga de amenazar de muerte a todos los habitantes de mi amada ciudad natal de Caracas), considero que puedo llegar a entender la severidad de su revelación.
Me voy a tomar la libertad entonces de categorizar esa felicidad a la que se refería el afgano. Voy a denominarla una felicidad original: una felicidad sólo posible viviendo en tu país de origen. Y, lo que quizá sea más importante, una felicidad que consiste de estar en tu país de origen junto a las personas que más quieres. Si bien yo extraño profundamente a Caracas, lo que más extraño es sentarme a hablar con un pana en un café de Altamira o ir a la fiesta de cumpleaños de uno de mis primos. En ese sentido, yo sí creo que efectivamente estemos renunciando a esa felicidad cuando salimos del país que nos vio nacer.
Una de las cosas que he descubierto viviendo en Nueva York es que las veces en las que más feliz me he sentido es cuando vienen mis padres, mi hermana o un amigo de visita a la ciudad. Es como si estuviese disfrutando de una pequeña porción de esa felicidad original a la que hacía mención anteriormente.
De manera que para ser feliz viviendo fuera de tu país resulta imperativo redefinir tu felicidad. De lo contrario se estaría cayendo de manera irresoluta -y hasta algo conciente- en la infelicidad. Una infelicidad en la que es muy fácil de caer (yo lo he hecho) pero que también requiere de un esfuerzo por parte de nosotros (los que vivimos fuera de nuestro país) en evitarse.
Esa felicidad redefinida consiste en intentar hacer, a la distancia, esas cosas que te hacían feliz en tu país natal. Si quiero hablar con un pana de Venezuela, pues hablo con él por Skype o le hago una llamada por teléfono con una de esas tarjetas internacionales. Si quiero comer un sabroso plato de mi país, pues voy a uno de los restaurantes de comida venezolana acá en Nueva York. Al enterarme de que uno de mis amigos viene de visita, intento disfrutar al máximo su presencia: hablo con ellos, los escucho, los abrazo, sonrío. (Y si sé que tengo la oportunidad de ir a Venezuela, me planifico con tiempo para hacer todas las cosas que sólo puedo hacer estando en mi país.)
Esa felicidad entonces es reestructurada y trasladada con el único objetivo de ser vivida. No será lo mismo, pero vale la pena hacer el intento por experimentar lo más cercano a ella.
No es fácil. A veces, resulta profundamente doloroso. Los dos viajes de regreso que hecho de Caracas a Nueva York y las despedidas de amigos y familiares que pasan algún tiempo en la ciudad los he sentido como pequeños funerales: pérdidas emocionales de las que me cuesta un buen tiempo recuperarme. Como dice mi genial y gran amiga Carla Candia Zamora: "cada vez que vuelvo de Venezuela llego como incompleta, siento como si algo de mí se hubiese quedado allá." De todas formas, este proceso, el re-planteamiento de nuestra felicidades, aunque requiera de paciencia y mucha determinación, tampoco es imposible.
Por más difícil que sea, no hay excusas para dejar de ser feliz fuera de tu país. El amor que sientes hacia tu familia, tus amigos y tu país, es tan fuerte que da para superar los diferentes y existentes obstáculos que proporciona la distancia. En el intento por seguir siendo felices le estamos siendo fieles a ese amor que sentimos por lo que -y por los- que dejamos atrás.
Mientras tanto, mientras trabajo en tratar de ser feliz fuera de mi país, esa última lata de Pirulin quedará allí: cerrada, llena, intocable, como la esperanza de que mi felicidad original, en Venezuela, con la gente que quiero en Venezuela, vuelva a existir y volvamos a ser felices como antes.
Y volvamos a ser felices como siempre tuvimos que haberlo sido.
Comments
Te mando una brazo lleno de pirulines, jajajaj (eso sonó demasiado extraño)
beso,
Ani
Brillante!!!
A. Comerme una lata de pirulines.
B. Irme a Caracas y tomarme un cafecito de esos de panaderia mientras hablo con una amiga de esas de toda la vida.
C. Ir a comer rico con mi amigo Victor y disfrutar de esa felicidad que no es la original pero que es la que hay en este momento.
D. todas las anteriores.
Ameeeee este texto malllll, y mucho antes de que viera que me mencionabas. Y no solo porque amo el tema sino porque tus reflexiones filosoficas me parecieron brillante.
Conio veamonos que te extranio que duele!
Te amo y te extraño siempre
PELU
Y el cafecito compartido? Ni hablar!
Que dira mi corazon de mis Pirulines adorados? Que no solo los amo y los extraño, sino que los admiro por aguantar tanto!
Te amoooooo
Yo